martes, 28 de diciembre de 2010

Comenzando a vivir

Se inclinó hacia mí y me besó en los labios de la manera más dulce que recuerdo. Todavía me ardían mientras subía las escaleras a mi casa. Tardé un poco en abrir la puerta; las dos copas de champán me habían achispado un poco.
Cuando entré  ahí estaba él, de brazos cruzados y con gesto serio, mirándome fijamente.
-          ¿Qué horas son estas de llegar? ¿Crees que puedes estar toda la noche por ahí con ese impresentable?
-          ¿Cómo que toda la noche? ¡Si sólo son las once!
-          Y yo mientras tanto aquí, preocupado, pensando que te había pasado algo ¡Dios, apestas a alcohol!
-          Pero si sólo me he tomado dos copas de champán, durante la cena bebí agua.
-          ¡Eso no te lo crees ni tú, apestas como si te hubieras tomado la destilería entera! ¿Te ha puesto una mano encima?
-          ¿A ti qué te importa? ¡Me pones histérica!
Me dirigí al baño empujándole levemente con el hombro cuando pasé por su lado. Cogí una toallita desmaquillante y empecé a quitarme la sombra de ojos y el carmín. Se puso detrás de mí. Le veía reflejado en el espejo con los ojos chispeando de furia.
-          ¿A ti te parece normal? ¡Vas vestida como una fulana!
-          ¿Cómo te atreves a decirme eso?
-          Te digo lo que veo. Ese tío sólo te quiere porque le das todo lo que te pide. Te has convertido en una…
-          ¡Cállate! ¡No te aguanto más! Mañana mismo te vas de esta casa. Tienes 30 años y sigues aquí, amargándome la vida. Si crees que me he convertido en una fulana vete con tu padre o haz tu propia vida, que ya va siendo hora.
Sin darle tiempo a abrir la boca me metí en mi cuarto y cerré de un portazo. Mantuve la espalda pegada a la pared hasta que mi pulso se normalizó. Me tumbé en la cama y cogí el móvil para escribir un mensaje: “Mañana cenamos en mi casa”.
Dejé el móvil en la mesilla y sonreí.

lunes, 27 de diciembre de 2010

Alterando su rutina

Todo es blanco inmaculado. Las paredes acolchadas quizá le agobian un poco. Pero es feliz. Todo está en orden.
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Abrió los ojos cuando el despertador digital marcaba exactamente las 07:45. Salió de la cama con cuidado de poner el pie derecho antes que el izquierdo y se asomó a la ventana.
-          ¡Mira María! Ya está aquí otra vez ese mirlo. Escucha cómo canta
Por toda respuesta María se tapó la cabeza con la almohada y esperó dos minutos hasta que oyó correr el agua de la ducha. Entonces se levantó, se puso la bata y fue a la cocina.
José se duchó, se vistió pulcramente como corresponde a un trabajador de banco y bajó las escaleras. Al pasar por delante de los tres cuadros pequeños que adornaban el salón vio que el de en medio estaba torcido y lo enderezó.
Se sentó en la mesa de la cocina y María le sirvió el desayuno de siempre: café sólo, una tostada y un zumo de naranja natural. José cogió el zumo, se lo bebió de un trago y exclamó:
-          ¡Zumo de naranja, el complemento vitamínico natural!
Mientras leía el periódico, María salió de la cocina de puntillas para no molestarle.
José terminó de desayunar, cogió las llaves de la repisa de la chimenea, donde estaban siempre, y se fijó en que el cuadro del salón volvía a estar torcido. Algo crispado lo enderezó, se acercó a la puerta, dio un beso a su mujer en la frente y salió a la calle. Consultó su reloj. Las 08:35. Todo estaba en orden.
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Abrió los ojos exactamente a las 07:45, se levantó con el pie derecho y se asomó a la ventana.
-          ¡Mira María! Ya está aquí otra vez ese mirlo. Escucha cómo canta
Se duchó, se vistió y se dirigió a la cocina. Al pasar por el salón se dio cuenta de que faltaba el cuadro de en medio del salón.
-          ¡María! ¿Dónde está el segundo cuadro del tríptico?
-          ¿Qué tríptico? Sólo tenemos dos
José entró histérico en la cocina
-          Tenemos tres, no dos. Era un tríptico, por eso se llama así, porque son tres ¡Tres!
-          Anda, no digas tonterías y desayuna. Vas a llegar tarde.
Puso sobre la mesa el café, el zumo y la tostada y salió de la cocina mientras él exclamaba:
-          ¡Zumo de naranja, el complemento vitamínico natural!
Terminó de desayunar, cogió las llaves de la repisa, dio un beso a su mujer en la frente y salió a la calle. Consultó su reloj. Las 08:40. Tendría que darse prisa.
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Abrió los ojos. Eran las 07:50.
-          María, ¿por qué no me has despertado?
-          No es tan tarde, levántate
Puso el pie derecho antes que el izquierdo
-          ¡Mira María! Ya está aquí otra vez ese mirlo. Escucha cómo canta.
Cuando pasó por el salón volvió a mirar el hueco vacío entre los dos cuadros y pensó obstinadamente que ahí faltaba algo. María le puso el desayuno en la mesa.
-          ¡Zumo de naranja, el complemento vitamínico natural!
Terminó de desayunar pero cuando fue a coger las llaves de la repisa de la chimenea, donde deberían estar, no había nada.
-          María, ¿dónde están mis llaves?
-          Siempre igual. Pues estarán en tu pantalón
-          ¡Nunca las he dejado en mi pantalón! ¡Deberían estar donde siempre, en la repisa de la chimenea!
Gritando y haciendo muchos aspavientos con las manos comenzó a abrir cajones, levantar cojines, tirar marcos…
Cansada, María subió al cuarto, cogió sus llaves y se las ofreció a su marido. José, con la camisa fuera del pantalón, el pelo revuelto y la mirada perdida estiró la mano, recogió las llaves que le daba su esposa y salió. Consultó su reloj. Las 08:50. Llegaría tarde.
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Abrió los ojos. Eran las 08:00
-          ¡Joder, llego tarde!
Se levantó, puso los dos pies en el suelo y se acercó a la ventana
-          ¡Hasta se ha ido el mirlo!
Se vistió como pudo, pero dejó media camisa sin meter por dentro del pantalón y no se ajustó debidamente la corbata.
-          ¿Dónde está ese dichoso cuadro? ¡María, mi desayuno!
-          Está en la mesas – Contestó ella tranquilamente
-          ¿Dónde está mi zumo?
-          No seas ridículo. Nunca tomas zumo. ¿Pero qué te pasa? ¡Te estás volviendo loco!
-          ¿Cómo que nunca tomo zumo? ¡Pero si es el complemento vitamínico natural!
Se levantó derribando la silla y zarandeó a María
-          ¿Dónde están mis llaves? ¿Y el cuadro? ¿Dónde está mi zumo? ¿Dónde?
Gritando cogió el plato con la tostada y lo tiró contra la pared, dejando un rastro de mermelada. Lanzó la taza por la ventana, pero estaba cerrada y rompió el cristal, y se fue al salón. Descolgó los dos cuadros que quedaban, los rasgó, volcó el sofá, tiró la mesa…
María no sabía qué hacer, no podía parar de llorar. Iba detrás de José intentando colocar lo que él tiraba, pero no podía más. Cogió el teléfono y marcó.
-          Por favor, vengan rápido. A mi marido le está pasando algo. ¡Necesito ayuda!
Llegó una ambulancia a los 5 minutos. Hicieron falta tres enfermeros para reducir a José. Lo metieron en el vehículo y se lo llevaron.
Con los ojos llenos de lágrimas, María cerró la puerta. Se tapó la cara con las manos y se sentó en el suelo. Dejó de sollozar, se levantó y se dirigió a la cocina. Abrió la puerta de la despensa y sacó una jaula enorme con un magnífico mirlo dentro.
-          ¡Mira, cariño! Ya está aquí otra vez ese mirlo. Escucha cómo canta.

martes, 30 de noviembre de 2010

El Mono-Mono

Nuestro Mono vive en la selva. Todos los días, cuando se levanta, se acerca a la colmena de sus vecinas las abejas y les quita un poquito de miel. Como los monos de la selva no tienen nombre, las abejas lo llamaron Mono-Mono. Y es feliz cuando llueve. Puede saltar en todos los charcos, y mojar a su amiga la serpiente y al Rey León, y eso que el Rey León tiene muy malas pulgas y se pasa el día rascándose, y también a las ardillas que se enfadan y le tiran todas sus bellotas…
Mono-Mono se pone muy contento cuando le lanzan las bellotas y las recoge todas y se sube a un árbol y se las mete todas a la vez en la boca para que no vengan las ardillas a quitárselas.
Una mañana, Mono-Mono despertó y, como siempre, se acercó a la colmena de sus vecinas. Era raro, pero no había una sola abeja zumbando por su casa. Mientras se chupaba los dedos y saboreaba la miel, notó un pinchazo en el trasero. Pensó que le habían tendido una trampa para que dejara de robarles la miel, pero al darse la vuelta, vio a unos animales muy raros que sólo tenían pelo en la cabeza y que andaban muy rectos, muy rectos.
No pudo ver más, porque sintió mucho sueño y enseguida se tumbó en el suelo a dormir un rato.
Cuando abrió los ojos, Mono-Mono estaba muy mareado. El suelo se movía bajo sus pies y pensó que era un terremoto, pero cuando se asomó a través de esas ramas tan duras y tan rectas que le rodeaban y no lo dejaban salir vio que ya no estaba en la selva y que se movía muy rápido en alguna dirección que no conocía.
-          ¡Yo no había planeado ningún viaje! – Gritó Mono-Mono a esos animales sin pelo que había visto antes de echarse la siesta.
Uno de ellos le miró, abrió una extraña ventana y le lanzó unas cuantas bellotas.
-          Pero si yo no les he dicho que tengo hambre – Pensó Mono-Mono – Estos animales deben ser un poco tontos.
-          Se sentó a comerse sus bellotas y esperó a que dejara de temblar el suelo. Debió volverse a quedar dormido porque cuando despertó estaba otra vez en la selva.
-          ¡Que bien! – Pensó Mono-Mono – Voy a ver si encuentro mi casa, me apetece un poco de miel. – Cuando levantó la cabeza, vio a muchos de esos animales sin pelo y un poco tontos que le gritaban y lo señalaban.
-          ¡Luis, Luis! – Gritaban esos bichos.
-          ¿Luis? ¿Quién es Luis? – Mono-Mono se acercó a ellos pero, cuando estaba a punto de alcanzarles, se dio en la cabeza con una pared invisible.
-          Pero qué sitio tan raro… ¡Yo me quiero ir de aquí! – Y lloró y lloró pero esos animales gritones no dejaban de repetir Luis, Luis, Luis…
El Mono-Mono, rebautizado Luis, ya lleva muchas noches en esa extraña selva donde de vez en cuando aparecen esos bichos sin pelo, gritones y tontos. Ha intentado explicar de todas las maneras posibles que hay un error, que se han confundido de mono, que él no quería irse de viaje, que le lleven de vuelta a su selva, a su casa al lado de la colmena, que en ese sitio tan raro nunca llueve, ni puede mojar a la serpiente, ni al Rey León, ni a las ardillas, porque está solo…
Pero ya lo dijo él, estos animales tan raros son un poco tontos y no entienden lo que les dice.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Persiguiendo tu destino

Siempre había pensado que los adivinos son una soberana tontería. Acudes a ellos en los peores momentos y eres capaz de tragarte cualquier cosa. Pero se puede cambiar de opinión, y eso es lo que me ocurrió a mí…
-          Venga tía, vamos a que nos lea la mano, va a ser muy divertido
-          Joder, pero que chorrada… Te acompaño si quieres pero yo paso
Así que allí fui con una de mis amigas, a la mesa de una especie de pitonisa que está siempre en el mismo restaurante. Mi amiga se sentó frente a ella pero la adivina no me quitaba ojo de encima. Cuando terminó de decirle lo feliz que iba a vivir en un chalé con su apuesto marido, tres niños y un perro, me pidió mi mano.
-          No, yo no quiero saber mi futuro. Prefiero construirlo yo solita, gracias.
-          Puede que eso no sea posible para ti… Déjame tu mano, no te cobraré.
-          Bueno, si me sale gratis… A ver, ¿qué me va a pasar?
La mujer me cogió la mano y vi cómo sus pupilas se dilataban hasta que casi no quedó iris en sus ojos. Me asusté un poco, no lo voy a negar, pero pensé que sería un gesto ensayado tantas veces que ya le salía natural.
-          Mañana, a las seis y media de la tarde, un niño pequeño y rubio será la causa de tu muerte.
-          ¿Y yo no voy a tener un chalé y una recua de niños? Pues que pena… Anda tía, vámonos que se nos enfría la cena.
Me levanté, pero la mujer sujetó fuertemente mi mano y con expresión seria me dijo:
-          No hay nada que puedas hacer, así que no te diré que huyas. Mañana, lo último que verás será la mirada de ese niño.
Me zafé de su mano y, con gesto agrio, volví a mi mesa. Mientras cenaba empecé a tomarme a risa este incidente y se me ocurrió una idea genial.
-          Chicas, ¿venís mañana a mi casa a eso de las cinco de la tarde? Vamos a celebrar que es mi último día en la tierra.
A todas les pareció una idea excelente, ya nadie creía las palabras de la pitonisa. Después de cenar, volví a mi casa y, en el portal, me crucé con mis vecinos de al lado que se habían mudado hacía un mes. Un hombre, una mujer y su hijo, un niño… rubio. Estoy paranoica pensé mientras intentaba controlar los latidos de mi corazón. Anda que no hay niños rubios por el mundo… Subí a casa, cerré la puerta y me fumé un cigarro tranquilamente en el sofá mientras me entraba el sueño.
Al día siguiente desayuné como si realmente fuese mi último día: café, zumo de naranja natural y croissants. Mientras tanto leía mi libro favorito con música de fondo. Esto es vida, tendría que haberme ido a vivir sola mucho antes.
Cuando terminé, me duché rápidamente y salí a comprar alguna cosa para ofrecer a mis amigas esa tarde, el día de mi última fiesta. Me hacía mucha gracia, cualquier cosa era una buena excusa para reunirnos en mi casa. Como habíamos quedado muy pronto, compré más café, pastas, bollitos… y para más tarde whisky, ginebra, coca-cola, limón y hielos. Que no falte de nada mi último día.
A las cinco en punto comenzaron a llegar mis primeras invitadas y a las cinco y media ya estábamos las ocho sentadas entre el sofá y los cojines que había dispuesto alrededor de la mesita baja del salón. Transcurrieron los siguientes tres cuartos de hora entre risas y conversaciones más o menos absurdas hasta que, a las seis y cuarto, sonó el timbre.
-          Pero si ya estamos todas, ¿quién vendrá a estas horas? – dije entre divertida y nerviosa. No en vano ‘me quedaba un cuarto de hora de vida’.
Respiré hondo antes de abrir la puerta pero el aire se me quedó congelado en la garganta cuando encontré en mi puerta a mi pequeño vecino rubio.
-          ¿Qué… qué haces aquí? – Escuché mi propia voz como si se tratara de la de otra persona. No reconocía ese tono de pánico que terminó por acabar con mis nervios.
Sin decir una sola palabra más, aparté al niño del umbral de mi puerta y salí corriendo sin saber a dónde me dirigía. Bajé a la calle y seguí corriendo, metiéndome por las calles más pequeñas y estrechas que encontraba y, sin saber por qué, entré en una pequeña taberna que no había visto en mi vida. El interior era un poco oscuro para mi gusto pero por lo demás se trataba del típico bar antiguo. Miré el reloj. Ya eran las seis y veinticinco. Si conseguía pasar esos cinco minutos sin moverme, sentada en una de las desvencijadas sillas del local, todo habría pasado. Podría volver a mi casa con mis desconcertadas amigas, poner cualquier excusa y seguir la fiesta como si nada hubiera pasado.
Dos minutos más tarde se abrió la puerta. Levanté la vista y vi, con horror, que mi destino entraba en la taberna. Ese pequeño niño rubio entró con despreocupación en el viejo bar y se dirigió a la barra sin reparar en mí. No me paré a pensar qué hacía un pequeño que no había cumplido los ocho años en un bar, era mi final, esa pitonisa tenía razón. Me levanté de un salto, derribé la silla y me dirigí al niño con un punto de locura en mi mirada. Zarandeándole ante la atónita mirada del tabernero le dije:
-          ¿Qué haces aquí? ¿Por qué me persigues? ¿Qué quieres de mí?
-          Sólo he venido a ver a mi padre – Contestó el niño mientras le temblaba el labio inferior y sus ojos se llenaban de lágrimas.
Corrí hacia la calle justo cuando el padre del pequeño intentaba salir de la barra. Atravesé la puerta y me lancé a la carretera sin mirar. En ese momento, un coche rojo, reluciente, atravesaba la estrecha calle a una velocidad superior a la permitida. No lo vi. No me vio. Tampoco sentí dolor. Ni cuando mis piernas se quebraban al chocar contra la delantera del vehículo ni cuando rompí la luna con la cabeza. Cuando, por fin, aterricé en el suelo y conseguí fijar la vista, justo antes de exhalar mi último aliento, pude ver la expresión de terror e incredulidad de aquel niño rubio junto a su padre, en la puerta de la taberna.
Y aquí estoy ahora. No me encuentro en el cielo ni en el infierno. Al menos no en el sentido en el que nos lo han explicado desde que somos pequeños. Estoy sola, con mis recuerdos, torturándome con la idea de si esa mujer tenía razón y mi destino estaba escrito en las líneas de mi mano o fui yo quien, sin saberlo, huyendo de una muerte predicha, corrí hacia ella sin saberlo.

martes, 9 de noviembre de 2010

Era el momento de morir

El sol dañaba mis ojos una mañana del mes de junio. La guerra había acabado hacía dos meses y, lamentablemente, éramos los perdedores. Como todas las mañanas, me paré en la esquina de mi calle, al lado de un tranquilo parque donde los abuelos daban de comer a las palomas. En mi bolso descansaban dos decenas de periódicos todavía calientes, recién salidos de la imprenta. En uno de los bancos del parque se encontraba un señor leyendo un periódico. Levantó la vista y me miró. No le conocía. Tenía que andarme con cuidado si quería volver a casa sin problemas.
Se acercó un vecino, me sonrió, le devolví la sonrisa y, sin mediar palabra, le entregué uno de los periódicos que tenía en el bolso.
-          Compañero, la lucha todavía no está perdida. Resiste. – Era una de mis muletillas. Siempre la repetía cuando ponía uno de mis periódicos en las manos de alguien.
Con gesto cansado, mi vecino recogió el periódico y se alejó. Miré hacia el banco donde, minutos antes, se encontraba el señor desconocido leyendo el periódico. Estaba vacío. Le vi cruzando la calle en dirección hacia donde me encontraba. Contuve la respiración y le ofrecí la mirada más inocente que fui capaz.
-          Hola compañera, ¿no tienes algo para mí?
-          No sé a qué te refieres, estoy esperando a mi madre.  Bueno, creo que voy a ir a buscarla, está tardando mucho.
Sujetándome fuertemente del brazo, me contestó.
-          Ni lo sueñes, tú no vas a ninguna parte.
De la nada surgieron dos hombres uniformados que me sujetaron por los hombros y, de malas maneras, me subieron a la parte trasera de una pequeña camioneta.
Aquí acaba todo. Pensé mientras me sentaba entre el señor del periódico y uno de los hombres uniformados. Ni siquiera me ha dado tiempo a echarme a los campos, a colocarme al frente de la resistencia, a preguntar a los que todavía luchan si han visto a mi padre o a mi hermano. A llevar un poco de paz a mi madre.
Miraba sumisamente hacia el suelo, jugando con una pequeña piedrecita con la punta de mi gastado zapato. ¿Quién me habría denunciado? No podía ser él. Le dejé en su casa, en su sótano, sonriente al lado de la pequeña imprenta que, clandestinamente, imprimía cada día los periódicos que todavía descansaban en el fondo de mi bolso.
Hacía ya un año, desde la marcha de mi hermano a Valencia, que salía a repartir nuestras cuatro hojas revolucionarias a la esquina de mi casa. Cuando, al terminar la guerra, ni nuestros padres ni mi hermano regresaron del frente no hubo tiempo para el llanto. Nos obsesionamos incluso más con nuestra pequeña empresa. ¿Podía haberme traicionado?
La camioneta paró. ¿Ya hemos llegado a Ventas? Creía que me llevarían allí, a la cárcel de mujeres, pero el camino había sido demasiado corto. El señor del periódico y el del uniforme se levantaron y volvieron a cogerme cada uno por un hombro. Cuando salí al exterior el sol me deslumbró por un instante pero, al recobrar la visión me encontré en mitad de un campo. Era muy parecido al sitio en el que trabajaba hacía unos años. Miré hacia mi derecha y vi otra camioneta parada. Bajaron la portezuela de la parte de atrás y le vi. En el fondo sabía que no podía haber sido él.
No pude aguantarlo más, me desasí de mis captores y corrí a su encuentro. Él hizo lo mismo y, cuando nos encontramos, nos fundimos en un fuerte abrazo. Mirándonos a los ojos sonreímos a pesar de la situación pero, un ruido a nuestras espaldas hizo que nos diésemos la vuelta. Contuvimos la respiración y entrelazamos nuestras manos. Frente a nosotros, dos fusiles nos apuntaban. Era el momento de morir.

lunes, 1 de noviembre de 2010

La falda de volantes

Un dolor punzante en la sien me despierta de un sueño demasiado corto. Intento abrir los ojos pero la luz que entra a raudales por la ventana me hace desistir.
Joder, que noche. Creo que ayer bebí demasiado. Pienso mientras noto en mi boca el inconfundible sabor de la fiesta.
Y eso que iba a ser un rato tranquilo. Unas cañas con mis amigas y pronto a casa. Pero la primera copa llevó a la segunda, la segunda a la tercera... y acabamos en un bar de mala muerte. A partir de ahí todo empieza a ser borroso, sólo tengo retazos de recuerdos, como fotogramas de una película.
Me estiro para intentar despejar mi cabeza pero, como si me hubiese quemado, retiro la mano derecha. Dios, aquí hay alguien. Pienso, todavía con los ojos cerrados. ¿Cuántas veces me he repetido esta última semana que nada de tíos? Y a la primera borrachera acabo con el primer payaso que se me cruza por delante. Espero que al menos esté bueno.
Abro los ojos lentamente para que se acostumbren a la luz del mediodía y me encuentro con una mirada clavada en la mía.
Joder, pero ¿qué coño es esto? Qué hago, qué hago…
-         Ehhh, buenos días – Espero que me haya oído. Si tengo la lengua pegada al paladar… Dios, necesito un poco de agua.
-         Buenos días
Se retira el pelo de la cara, se incorpora sobre un hombro y, sin dejar de mirarme, me sonríe dulcemente. ¿Esto me está gustando? No, no no, que se vaya, por favor, sólo quiero que se vaya y me deje sola…
Algo en mi cara debe hacerle comprender que es hora de marcharse porque se levanta y empieza a vestirse. Yo intento taparme entera con la sábana presa de una absurda timidez. Siento que lo de ayer no fue real, así que me da corte que me vea desnuda.
Cuando termina de vestirse llega el incómodo momento de la despedida pero me pone las cosas fáciles y toma la iniciativa.
-         Lo he pasado muy bien, supongo que nos veremos por ahí
-         Claro – contesto – Perdona que no me levante, estoy un poco mareada.
-         No te preocupes, sé dónde está la puerta. Hasta la vista
Me dirige una cálida sonrisa que provoca la misma reacción por mi parte y, sin mediar más palabra, se marcha.
Me levanto de la cama, me envuelvo en la sábana y me asomo a la ventana.
Mientras la veo marchar por las calles abarrotadas y luchando por que el viento no levante su falda de volantes tengo un solo pensamiento: Al final, no he roto mi promesa.