El sol dañaba mis ojos una mañana del mes de junio. La guerra había acabado hacía dos meses y, lamentablemente, éramos los perdedores. Como todas las mañanas, me paré en la esquina de mi calle, al lado de un tranquilo parque donde los abuelos daban de comer a las palomas. En mi bolso descansaban dos decenas de periódicos todavía calientes, recién salidos de la imprenta. En uno de los bancos del parque se encontraba un señor leyendo un periódico. Levantó la vista y me miró. No le conocía. Tenía que andarme con cuidado si quería volver a casa sin problemas.
Se acercó un vecino, me sonrió, le devolví la sonrisa y, sin mediar palabra, le entregué uno de los periódicos que tenía en el bolso.
- Compañero, la lucha todavía no está perdida. Resiste. – Era una de mis muletillas. Siempre la repetía cuando ponía uno de mis periódicos en las manos de alguien.
Con gesto cansado, mi vecino recogió el periódico y se alejó. Miré hacia el banco donde, minutos antes, se encontraba el señor desconocido leyendo el periódico. Estaba vacío. Le vi cruzando la calle en dirección hacia donde me encontraba. Contuve la respiración y le ofrecí la mirada más inocente que fui capaz.
- Hola compañera, ¿no tienes algo para mí?
- No sé a qué te refieres, estoy esperando a mi madre. Bueno, creo que voy a ir a buscarla, está tardando mucho.
Sujetándome fuertemente del brazo, me contestó.
- Ni lo sueñes, tú no vas a ninguna parte.
De la nada surgieron dos hombres uniformados que me sujetaron por los hombros y, de malas maneras, me subieron a la parte trasera de una pequeña camioneta.
Aquí acaba todo. Pensé mientras me sentaba entre el señor del periódico y uno de los hombres uniformados. Ni siquiera me ha dado tiempo a echarme a los campos, a colocarme al frente de la resistencia, a preguntar a los que todavía luchan si han visto a mi padre o a mi hermano. A llevar un poco de paz a mi madre.
Miraba sumisamente hacia el suelo, jugando con una pequeña piedrecita con la punta de mi gastado zapato. ¿Quién me habría denunciado? No podía ser él. Le dejé en su casa, en su sótano, sonriente al lado de la pequeña imprenta que, clandestinamente, imprimía cada día los periódicos que todavía descansaban en el fondo de mi bolso.
Hacía ya un año, desde la marcha de mi hermano a Valencia, que salía a repartir nuestras cuatro hojas revolucionarias a la esquina de mi casa. Cuando, al terminar la guerra, ni nuestros padres ni mi hermano regresaron del frente no hubo tiempo para el llanto. Nos obsesionamos incluso más con nuestra pequeña empresa. ¿Podía haberme traicionado?
La camioneta paró. ¿Ya hemos llegado a Ventas? Creía que me llevarían allí, a la cárcel de mujeres, pero el camino había sido demasiado corto. El señor del periódico y el del uniforme se levantaron y volvieron a cogerme cada uno por un hombro. Cuando salí al exterior el sol me deslumbró por un instante pero, al recobrar la visión me encontré en mitad de un campo. Era muy parecido al sitio en el que trabajaba hacía unos años. Miré hacia mi derecha y vi otra camioneta parada. Bajaron la portezuela de la parte de atrás y le vi. En el fondo sabía que no podía haber sido él.
No pude aguantarlo más, me desasí de mis captores y corrí a su encuentro. Él hizo lo mismo y, cuando nos encontramos, nos fundimos en un fuerte abrazo. Mirándonos a los ojos sonreímos a pesar de la situación pero, un ruido a nuestras espaldas hizo que nos diésemos la vuelta. Contuvimos la respiración y entrelazamos nuestras manos. Frente a nosotros, dos fusiles nos apuntaban. Era el momento de morir.
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