lunes, 21 de marzo de 2011

Nada es lo que parece

El último bocado se quedó atascado en mi garganta. Lo escupí en el suelo y me limpié los restos de carne de la comisura de los labios con la camisa raída que llevaba.
-          ¿Qué haces? ¿Por qué no comes? – Inquirió mi compañero de festín.
-          No sé, no tengo hambre.
-          ¿Pero qué dices? Llevamos días sin encontrar carne fresca. Ya casi no quedan. Como esto siga así vamos a tener que irnos a otra ciudad.
-          Me da igual, no quiero más. Por mí te la puedes comer toda.
Me levanté irritado, tiré el trozo de brazo al suelo al lado de mi compañero y me fui. Iba andando por la calle desierta mirando la devastación que habíamos provocado. Coches volcados, tanques en mitad de la calle, cientos de moscas que volaban sobre pilas de cuerpos en descomposición… Tuve que reprimir el impulso de lanzarme sobre uno de esos montones putrefactos.
Seguí andando durante mucho tiempo, tal vez horas, hasta que llegué a lo que había sido mi casa donde compartía la vida con mi mujer. No sabía qué había sido de ella. Probablemente estaría buscando comida con los ojos literalmente fuera de sus cuencas, como tantos otros.
Me encontraba mirando esa fachada perdido en mis recuerdos cuando vi con estupor a una pequeña niña de bucles rubios corriendo despavorida. Pensé que la estarían siguiendo así que la cogí en brazos, entré en mi casa y cerré la puerta. No dejaba de gritar y de pegarme con sus puños en el pecho, así que le tapé la boca. A los dos minutos pude escuchar los familiares jadeos de mis compañeros ávidos de carne humana. Una niña era un manjar tan apetecible que estaban desesperados. Cuando el ruido se perdió en la lejanía le quité la mano de la boca pero seguí sujetándola por la cintura para que no huyese.
-          ¡Que asco! ¡Quítame las manos de encima, hueles fatal!
-          Ya lo sé, es que me estoy descomponiendo ¿sabes? – le sonreí – es uno de los inconvenientes de estar muerto. ¿Qué hacías vagando sola por la calle?
-          Mi padre salió ayer a buscar comida y todavía no ha vuelto. Quería encontrarle.
La miré con tristeza. Su padre estaría muerto o había sido pasto de los míos. De repente la niña me escupió en la cara, se desembarazó de mi brazo y me pegó una patada en las costillas.
-          Dame algo de comer, tengo hambre – dijo dirigiéndose a la cocina.
Me incorporé, fui con ella y empecé a sacar latas de comida de los estantes.
-          ¡Que asco, ni cuando estabas vivo tenías buen gusto! Me comeré esas judías, prepáramelas.
-          Tienes que pedir las cosas por favor – le sugerí algo irritado.
-          ¡Tú no eres mi padre! ¡Prepárame la comida!
Me di por vencido y le preparé la lata de judías. Tuvo que comérselas frías porque no había electricidad y no era buena idea encender un fuego en mitad de la ciudad.
-          ¿Dónde voy a dormir? – Preguntó con la boca llena.
-          Puedes dormir en el sofá, te bajaré unas mantas.
-          Yo no voy a dormir en este sofá de mierda ¿No hay una habitación?
-          Sí, arriba está la que compartía con mi mujer, pero…
-          Pues ya está, yo duermo ahí. Que más da, tu mujer o está muerta o es un bicho como tú.
Subió las escaleras hacia mi cuarto y me dejó solo en el salón. Me daba mucha pena, tan joven y estaba sola en un mundo gobernado por muertos que querían comérsela. Decidí que haría cualquier cosa por protegerla, así me redimiría de mis pecados. Me tumbé en el sofá, no iba a dormir, hacía mucho que no lo hacía, pero así podía vigilar la entrada.
Pasado un rato, escuché cómo se abría la puerta de mi habitación y unos pasos vacilantes por las escaleras. La niña se acercó a la cocina y abrió un cajón. Yo me quedé tumbado, haciéndome el dormido, esperando para ver lo que hacía. De repente, saltó sobre mí y me clavó repetidas veces un cuchillo de sierra en el pecho y el estómago. Lo reconocí al instante, era uno de los que usaba para cortar el pan. Cuando terminó se levantó, cogió algunas latas de comida y salió de mi casa con una sonrisa macabra desfigurando su rostro.
Me levanté del sofá, volví a colocarme las vísceras en su sitio y me quedé mirando a la puerta. ¿Esa era la humanidad que yo quería salvar? Mejor comérmela y dejarme de tonterías.

jueves, 3 de marzo de 2011

Recuerdo

De camino a casa, a las 06:30 de la mañana, la lluvia me sorprende. Mi pelo mojado pegado a la cara exhala un olor a tabaco muy desagradable y solo pienso en meterme bajos las sábanas calientes. Cuando estoy llegando, un olor a bollos recién hechos que proviene de la panadería del barrio me hace detenerme en seco. No puedo evitarlo, entro y compro un croissant antes de subir a casa.
Me siento frente a una gran taza de leche humeante con el pijama limpio y el pelo seco. Casi no recordaba a qué sabían esos bollos caseros, recién hechos, todavía calientes. Cuando era una niña y me quedaba a dormir en casa de mi abuela, siempre me despertaba con un tazón de leche recién ordeñada y muchos pasteles calientes de la panadería que había debajo de su casa. Se sentaba a mi lado en el sofá y escuchaba lo que había hecho durante la semana mientras me acariciaba el pelo con sus manos arrugadas y frías pero muy suaves.
Un día, mis abuelos nos llevaron a mi prima y a mí al campo. Nos montamos todos en el coche pero como ese viejo trasto no tenía asientos traseros, me tocó ir detrás con nuestras dos perras: Lau y Zara. Lau era una perra vieja, tranquila y cariñosa y estaba acostumbrada a que los más pequeños le tirásemos del rabo y las orejas. Zara era todavía un cachorrito y se divertía mordisqueándome los pies y las manos con sus dientes afilados. Todavía recuerdo la sonrisa maliciosa de mi prima desde la parte delantera, sobre las rodillas de mi abuela, cuando Zara me hizo sangre al morderme el dedo pulgar de la mano derecha.
Llegamos al campo, mi abuela abrió la portezuela de atrás del coche y salimos las tres en estampida; las dos perras y yo. Corrimos entre los árboles, nos tiramos sobre la hierba y sólo paramos cuando mi abuelo nos llamó para enseñarnos las propiedades curativas de todas las malas hierbas que crecían a los lados del camino. Él siempre dijo que los médicos le matarían, que podía curarse cualquier enfermedad sólo con cataplasmas de arcilla e infusiones de todas esas hierbas salvajes. Pero puede que el cáncer de pulmón que acabó con él pocos años después fuera demasiado para esas pobres hierbas.
Después de una hora correteando ya teníamos las mejillas rojas por el esfuerzo. De repente, una nube negra tapó el sol y comenzó a descargar toda el agua del verano sobre nosotros. No había visto a mis abuelos correr tanto jamás, pero cuando llegamos al coche ya estábamos empapados. El viaje de vuelta no fue tan alegre. Hasta la pequeña Zara tenía menos ganas de mordisquearme el pie. Ya en casa, mi abuela nos cambió de ropa y nos secó el pelo con una toalla antes de ponernos un tazón enorme de leche caliente a cada una.
Mientras doy el último sorbo de mi bebida ya templada no dejo de pensar que nada es igual. Ni esa leche de supermercado, ni el olor a lluvia en mi pelo, ni siquiera el bollo recién hecho. Pero sobre todo, es mi abuela la que falta a mi lado en el sofá.