martes, 30 de noviembre de 2010

El Mono-Mono

Nuestro Mono vive en la selva. Todos los días, cuando se levanta, se acerca a la colmena de sus vecinas las abejas y les quita un poquito de miel. Como los monos de la selva no tienen nombre, las abejas lo llamaron Mono-Mono. Y es feliz cuando llueve. Puede saltar en todos los charcos, y mojar a su amiga la serpiente y al Rey León, y eso que el Rey León tiene muy malas pulgas y se pasa el día rascándose, y también a las ardillas que se enfadan y le tiran todas sus bellotas…
Mono-Mono se pone muy contento cuando le lanzan las bellotas y las recoge todas y se sube a un árbol y se las mete todas a la vez en la boca para que no vengan las ardillas a quitárselas.
Una mañana, Mono-Mono despertó y, como siempre, se acercó a la colmena de sus vecinas. Era raro, pero no había una sola abeja zumbando por su casa. Mientras se chupaba los dedos y saboreaba la miel, notó un pinchazo en el trasero. Pensó que le habían tendido una trampa para que dejara de robarles la miel, pero al darse la vuelta, vio a unos animales muy raros que sólo tenían pelo en la cabeza y que andaban muy rectos, muy rectos.
No pudo ver más, porque sintió mucho sueño y enseguida se tumbó en el suelo a dormir un rato.
Cuando abrió los ojos, Mono-Mono estaba muy mareado. El suelo se movía bajo sus pies y pensó que era un terremoto, pero cuando se asomó a través de esas ramas tan duras y tan rectas que le rodeaban y no lo dejaban salir vio que ya no estaba en la selva y que se movía muy rápido en alguna dirección que no conocía.
-          ¡Yo no había planeado ningún viaje! – Gritó Mono-Mono a esos animales sin pelo que había visto antes de echarse la siesta.
Uno de ellos le miró, abrió una extraña ventana y le lanzó unas cuantas bellotas.
-          Pero si yo no les he dicho que tengo hambre – Pensó Mono-Mono – Estos animales deben ser un poco tontos.
-          Se sentó a comerse sus bellotas y esperó a que dejara de temblar el suelo. Debió volverse a quedar dormido porque cuando despertó estaba otra vez en la selva.
-          ¡Que bien! – Pensó Mono-Mono – Voy a ver si encuentro mi casa, me apetece un poco de miel. – Cuando levantó la cabeza, vio a muchos de esos animales sin pelo y un poco tontos que le gritaban y lo señalaban.
-          ¡Luis, Luis! – Gritaban esos bichos.
-          ¿Luis? ¿Quién es Luis? – Mono-Mono se acercó a ellos pero, cuando estaba a punto de alcanzarles, se dio en la cabeza con una pared invisible.
-          Pero qué sitio tan raro… ¡Yo me quiero ir de aquí! – Y lloró y lloró pero esos animales gritones no dejaban de repetir Luis, Luis, Luis…
El Mono-Mono, rebautizado Luis, ya lleva muchas noches en esa extraña selva donde de vez en cuando aparecen esos bichos sin pelo, gritones y tontos. Ha intentado explicar de todas las maneras posibles que hay un error, que se han confundido de mono, que él no quería irse de viaje, que le lleven de vuelta a su selva, a su casa al lado de la colmena, que en ese sitio tan raro nunca llueve, ni puede mojar a la serpiente, ni al Rey León, ni a las ardillas, porque está solo…
Pero ya lo dijo él, estos animales tan raros son un poco tontos y no entienden lo que les dice.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Persiguiendo tu destino

Siempre había pensado que los adivinos son una soberana tontería. Acudes a ellos en los peores momentos y eres capaz de tragarte cualquier cosa. Pero se puede cambiar de opinión, y eso es lo que me ocurrió a mí…
-          Venga tía, vamos a que nos lea la mano, va a ser muy divertido
-          Joder, pero que chorrada… Te acompaño si quieres pero yo paso
Así que allí fui con una de mis amigas, a la mesa de una especie de pitonisa que está siempre en el mismo restaurante. Mi amiga se sentó frente a ella pero la adivina no me quitaba ojo de encima. Cuando terminó de decirle lo feliz que iba a vivir en un chalé con su apuesto marido, tres niños y un perro, me pidió mi mano.
-          No, yo no quiero saber mi futuro. Prefiero construirlo yo solita, gracias.
-          Puede que eso no sea posible para ti… Déjame tu mano, no te cobraré.
-          Bueno, si me sale gratis… A ver, ¿qué me va a pasar?
La mujer me cogió la mano y vi cómo sus pupilas se dilataban hasta que casi no quedó iris en sus ojos. Me asusté un poco, no lo voy a negar, pero pensé que sería un gesto ensayado tantas veces que ya le salía natural.
-          Mañana, a las seis y media de la tarde, un niño pequeño y rubio será la causa de tu muerte.
-          ¿Y yo no voy a tener un chalé y una recua de niños? Pues que pena… Anda tía, vámonos que se nos enfría la cena.
Me levanté, pero la mujer sujetó fuertemente mi mano y con expresión seria me dijo:
-          No hay nada que puedas hacer, así que no te diré que huyas. Mañana, lo último que verás será la mirada de ese niño.
Me zafé de su mano y, con gesto agrio, volví a mi mesa. Mientras cenaba empecé a tomarme a risa este incidente y se me ocurrió una idea genial.
-          Chicas, ¿venís mañana a mi casa a eso de las cinco de la tarde? Vamos a celebrar que es mi último día en la tierra.
A todas les pareció una idea excelente, ya nadie creía las palabras de la pitonisa. Después de cenar, volví a mi casa y, en el portal, me crucé con mis vecinos de al lado que se habían mudado hacía un mes. Un hombre, una mujer y su hijo, un niño… rubio. Estoy paranoica pensé mientras intentaba controlar los latidos de mi corazón. Anda que no hay niños rubios por el mundo… Subí a casa, cerré la puerta y me fumé un cigarro tranquilamente en el sofá mientras me entraba el sueño.
Al día siguiente desayuné como si realmente fuese mi último día: café, zumo de naranja natural y croissants. Mientras tanto leía mi libro favorito con música de fondo. Esto es vida, tendría que haberme ido a vivir sola mucho antes.
Cuando terminé, me duché rápidamente y salí a comprar alguna cosa para ofrecer a mis amigas esa tarde, el día de mi última fiesta. Me hacía mucha gracia, cualquier cosa era una buena excusa para reunirnos en mi casa. Como habíamos quedado muy pronto, compré más café, pastas, bollitos… y para más tarde whisky, ginebra, coca-cola, limón y hielos. Que no falte de nada mi último día.
A las cinco en punto comenzaron a llegar mis primeras invitadas y a las cinco y media ya estábamos las ocho sentadas entre el sofá y los cojines que había dispuesto alrededor de la mesita baja del salón. Transcurrieron los siguientes tres cuartos de hora entre risas y conversaciones más o menos absurdas hasta que, a las seis y cuarto, sonó el timbre.
-          Pero si ya estamos todas, ¿quién vendrá a estas horas? – dije entre divertida y nerviosa. No en vano ‘me quedaba un cuarto de hora de vida’.
Respiré hondo antes de abrir la puerta pero el aire se me quedó congelado en la garganta cuando encontré en mi puerta a mi pequeño vecino rubio.
-          ¿Qué… qué haces aquí? – Escuché mi propia voz como si se tratara de la de otra persona. No reconocía ese tono de pánico que terminó por acabar con mis nervios.
Sin decir una sola palabra más, aparté al niño del umbral de mi puerta y salí corriendo sin saber a dónde me dirigía. Bajé a la calle y seguí corriendo, metiéndome por las calles más pequeñas y estrechas que encontraba y, sin saber por qué, entré en una pequeña taberna que no había visto en mi vida. El interior era un poco oscuro para mi gusto pero por lo demás se trataba del típico bar antiguo. Miré el reloj. Ya eran las seis y veinticinco. Si conseguía pasar esos cinco minutos sin moverme, sentada en una de las desvencijadas sillas del local, todo habría pasado. Podría volver a mi casa con mis desconcertadas amigas, poner cualquier excusa y seguir la fiesta como si nada hubiera pasado.
Dos minutos más tarde se abrió la puerta. Levanté la vista y vi, con horror, que mi destino entraba en la taberna. Ese pequeño niño rubio entró con despreocupación en el viejo bar y se dirigió a la barra sin reparar en mí. No me paré a pensar qué hacía un pequeño que no había cumplido los ocho años en un bar, era mi final, esa pitonisa tenía razón. Me levanté de un salto, derribé la silla y me dirigí al niño con un punto de locura en mi mirada. Zarandeándole ante la atónita mirada del tabernero le dije:
-          ¿Qué haces aquí? ¿Por qué me persigues? ¿Qué quieres de mí?
-          Sólo he venido a ver a mi padre – Contestó el niño mientras le temblaba el labio inferior y sus ojos se llenaban de lágrimas.
Corrí hacia la calle justo cuando el padre del pequeño intentaba salir de la barra. Atravesé la puerta y me lancé a la carretera sin mirar. En ese momento, un coche rojo, reluciente, atravesaba la estrecha calle a una velocidad superior a la permitida. No lo vi. No me vio. Tampoco sentí dolor. Ni cuando mis piernas se quebraban al chocar contra la delantera del vehículo ni cuando rompí la luna con la cabeza. Cuando, por fin, aterricé en el suelo y conseguí fijar la vista, justo antes de exhalar mi último aliento, pude ver la expresión de terror e incredulidad de aquel niño rubio junto a su padre, en la puerta de la taberna.
Y aquí estoy ahora. No me encuentro en el cielo ni en el infierno. Al menos no en el sentido en el que nos lo han explicado desde que somos pequeños. Estoy sola, con mis recuerdos, torturándome con la idea de si esa mujer tenía razón y mi destino estaba escrito en las líneas de mi mano o fui yo quien, sin saberlo, huyendo de una muerte predicha, corrí hacia ella sin saberlo.

martes, 9 de noviembre de 2010

Era el momento de morir

El sol dañaba mis ojos una mañana del mes de junio. La guerra había acabado hacía dos meses y, lamentablemente, éramos los perdedores. Como todas las mañanas, me paré en la esquina de mi calle, al lado de un tranquilo parque donde los abuelos daban de comer a las palomas. En mi bolso descansaban dos decenas de periódicos todavía calientes, recién salidos de la imprenta. En uno de los bancos del parque se encontraba un señor leyendo un periódico. Levantó la vista y me miró. No le conocía. Tenía que andarme con cuidado si quería volver a casa sin problemas.
Se acercó un vecino, me sonrió, le devolví la sonrisa y, sin mediar palabra, le entregué uno de los periódicos que tenía en el bolso.
-          Compañero, la lucha todavía no está perdida. Resiste. – Era una de mis muletillas. Siempre la repetía cuando ponía uno de mis periódicos en las manos de alguien.
Con gesto cansado, mi vecino recogió el periódico y se alejó. Miré hacia el banco donde, minutos antes, se encontraba el señor desconocido leyendo el periódico. Estaba vacío. Le vi cruzando la calle en dirección hacia donde me encontraba. Contuve la respiración y le ofrecí la mirada más inocente que fui capaz.
-          Hola compañera, ¿no tienes algo para mí?
-          No sé a qué te refieres, estoy esperando a mi madre.  Bueno, creo que voy a ir a buscarla, está tardando mucho.
Sujetándome fuertemente del brazo, me contestó.
-          Ni lo sueñes, tú no vas a ninguna parte.
De la nada surgieron dos hombres uniformados que me sujetaron por los hombros y, de malas maneras, me subieron a la parte trasera de una pequeña camioneta.
Aquí acaba todo. Pensé mientras me sentaba entre el señor del periódico y uno de los hombres uniformados. Ni siquiera me ha dado tiempo a echarme a los campos, a colocarme al frente de la resistencia, a preguntar a los que todavía luchan si han visto a mi padre o a mi hermano. A llevar un poco de paz a mi madre.
Miraba sumisamente hacia el suelo, jugando con una pequeña piedrecita con la punta de mi gastado zapato. ¿Quién me habría denunciado? No podía ser él. Le dejé en su casa, en su sótano, sonriente al lado de la pequeña imprenta que, clandestinamente, imprimía cada día los periódicos que todavía descansaban en el fondo de mi bolso.
Hacía ya un año, desde la marcha de mi hermano a Valencia, que salía a repartir nuestras cuatro hojas revolucionarias a la esquina de mi casa. Cuando, al terminar la guerra, ni nuestros padres ni mi hermano regresaron del frente no hubo tiempo para el llanto. Nos obsesionamos incluso más con nuestra pequeña empresa. ¿Podía haberme traicionado?
La camioneta paró. ¿Ya hemos llegado a Ventas? Creía que me llevarían allí, a la cárcel de mujeres, pero el camino había sido demasiado corto. El señor del periódico y el del uniforme se levantaron y volvieron a cogerme cada uno por un hombro. Cuando salí al exterior el sol me deslumbró por un instante pero, al recobrar la visión me encontré en mitad de un campo. Era muy parecido al sitio en el que trabajaba hacía unos años. Miré hacia mi derecha y vi otra camioneta parada. Bajaron la portezuela de la parte de atrás y le vi. En el fondo sabía que no podía haber sido él.
No pude aguantarlo más, me desasí de mis captores y corrí a su encuentro. Él hizo lo mismo y, cuando nos encontramos, nos fundimos en un fuerte abrazo. Mirándonos a los ojos sonreímos a pesar de la situación pero, un ruido a nuestras espaldas hizo que nos diésemos la vuelta. Contuvimos la respiración y entrelazamos nuestras manos. Frente a nosotros, dos fusiles nos apuntaban. Era el momento de morir.

lunes, 1 de noviembre de 2010

La falda de volantes

Un dolor punzante en la sien me despierta de un sueño demasiado corto. Intento abrir los ojos pero la luz que entra a raudales por la ventana me hace desistir.
Joder, que noche. Creo que ayer bebí demasiado. Pienso mientras noto en mi boca el inconfundible sabor de la fiesta.
Y eso que iba a ser un rato tranquilo. Unas cañas con mis amigas y pronto a casa. Pero la primera copa llevó a la segunda, la segunda a la tercera... y acabamos en un bar de mala muerte. A partir de ahí todo empieza a ser borroso, sólo tengo retazos de recuerdos, como fotogramas de una película.
Me estiro para intentar despejar mi cabeza pero, como si me hubiese quemado, retiro la mano derecha. Dios, aquí hay alguien. Pienso, todavía con los ojos cerrados. ¿Cuántas veces me he repetido esta última semana que nada de tíos? Y a la primera borrachera acabo con el primer payaso que se me cruza por delante. Espero que al menos esté bueno.
Abro los ojos lentamente para que se acostumbren a la luz del mediodía y me encuentro con una mirada clavada en la mía.
Joder, pero ¿qué coño es esto? Qué hago, qué hago…
-         Ehhh, buenos días – Espero que me haya oído. Si tengo la lengua pegada al paladar… Dios, necesito un poco de agua.
-         Buenos días
Se retira el pelo de la cara, se incorpora sobre un hombro y, sin dejar de mirarme, me sonríe dulcemente. ¿Esto me está gustando? No, no no, que se vaya, por favor, sólo quiero que se vaya y me deje sola…
Algo en mi cara debe hacerle comprender que es hora de marcharse porque se levanta y empieza a vestirse. Yo intento taparme entera con la sábana presa de una absurda timidez. Siento que lo de ayer no fue real, así que me da corte que me vea desnuda.
Cuando termina de vestirse llega el incómodo momento de la despedida pero me pone las cosas fáciles y toma la iniciativa.
-         Lo he pasado muy bien, supongo que nos veremos por ahí
-         Claro – contesto – Perdona que no me levante, estoy un poco mareada.
-         No te preocupes, sé dónde está la puerta. Hasta la vista
Me dirige una cálida sonrisa que provoca la misma reacción por mi parte y, sin mediar más palabra, se marcha.
Me levanto de la cama, me envuelvo en la sábana y me asomo a la ventana.
Mientras la veo marchar por las calles abarrotadas y luchando por que el viento no levante su falda de volantes tengo un solo pensamiento: Al final, no he roto mi promesa.