miércoles, 4 de mayo de 2011

La sesión

-          Buenas tardes, Simón.
-          Buenas tardes, señorita.
-          Puede llamarme Azucena.
-          Sí, señorita.
-          Bueno, dejémoslo así ¿Cuál es el motivo de su visita? – dijo mientras se sentaba tras su mesa de caoba y le indicaba a Simón el diván donde podía recostarse.
-          Mire usted, señorita, yo me encuentro muy mal, me encuentro muy solo, todo el mundo me da la espalda, murmura sobre mí, mis vecinos me niegan el saludo ¡hasta mi mujer se comporta de manera diferente conmigo!
-          De acuerdo, Simón, vayamos por partes ¿por qué cree usted que le sucede todo esto? – preguntó Azucena mientras miraba a su paciente por encima de las gafas.
-          Seguro que ha oído usted hablar de lo que sucedió la semana pasada en la plaza del pueblo – se sonrojó ligeramente y comenzó a frotarse las manos.
-          Prosiga, por favor.
Simón se levantó de un salto.
-          ¿No va usted a decirme nada al respecto?
-          Yo no juzgo, sólo escucho.
Su contestación pareció tranquilizarle y se sentó en el borde del diván. Tras unos minutos mirándose los pies, continuó.
-          Mire usted, señorita, el domingo de la semana pasada me encontraba trabajando en el Ayuntamiento. Hice lo de siempre, me aseguré de que tenía el hacha bien afilada, me puse mis guantes de cuero y me coloqué el capuchón en la cabeza. Cuando salí a la plaza todo eran gritos de júbilo, me adoraban. Cogí al reo y le coloqué la cabeza sobre el tocón. Hacía mucho calor, señorita, no se lo puede usted imaginar, y me levanté el capuchón para aliviarme un poco. Entonces, cuando sujeté el hacha con las dos manos para asestare el golpe de gracia todos me vieron la cara y se hizo el silencio en la plaza. Me bajé corriendo el capuchón pero no sirvió para nada, ni siquiera me jalearon cuando rodó la cabeza ¡Parecía que el ladrón era yo! Desde ese día, señorita, todo el mundo me ignora. Cuando voy paseando con mi señora y saludo al carnicero, me vuelve la cabeza. Voy a comprar el periódico y el quiosquero se queda con el cambio. Si me voy a tomar un vino a la taberna, el camarero se niega a atenderme ¡No se qué hacer!
-          Simón, tranquilícese. Si está aquí, es porque, aunque no lo sepa, cree que es usted quien debe cambiar algo para que esta situación mejore. Piense en ello para la semana que viene.

Siete días más tarde, Azucena estaba sentada en su escritorio leyendo los apuntes de la sesión anterior cuando alguien aporreó la puerta. Se levantó y acudió a abrir.
-          ¡Señorita, esto va de mal en peor, yo no puedo seguir así! – gritó Simón entrando violentamente en la habitación.
-          Buenos días. Tranquilícese y cuénteme lo que le pasa. Siéntese en el diván, por favor.
-          ¡No puedo sentarme! – vociferó.
-          De acuerdo, quédese de pie ¿Qué ocurre? – dijo Azucena en tono apaciguador mientras se sentaba a su mesa y cogía su cuaderno para tomar notas.
-          Este domingo me tocaba trabajar. Cuando salí a la plaza, todos los que estaban allí empezaron a insultarme y a tirarme de todo: tomates, patatas ¡hasta un calabacín! No me lo podía creer, el prisionero había matado al cabrero y había violado a su cabra ¡y los del pueblo me gritaban a mí! Intenté no escucharles, pero cuando estaba bajando el hacha uno me dio con un trozo de pan duro en el ojo y claro, me despisté. En vez de cortarle la cabeza, le clavé el hacha en la espalda ¡Cómo gritaba el condenao! No sé por qué, me di la vuelta y salí corriendo mientras me abucheaban y seguían tirándome todo lo que tenían a mano.
Simón paró para beber agua y Azucena aprovechó el momento para preguntar.
-          ¿Y cómo se siente usted con todo esto?
-          Pues imagínese, señorita. Pero es que eso no es todo. Cuando llegué a casa me encontré con mis maletas en la puerta. Mi mujer me dijo que no podía soportarlo más, que nadie le hablaba, el carnicero le cortaba los peores trozos, el panadero le daba el pan duro o a medio cocer y en la mercería siempre le vendían medias con carreras. ¡Mis hijos no me querían ni hablar! Mi mujer me contó que en el cole se burlaban de ellos y les pegaban y que los profesores no les hacían ni caso. Señorita ¡estoy durmiendo en la calle porque el de la pensión no me dejó entrar!
-          Simón, esto no es muy ortodoxo, nunca le digo a mis pacientes qué es lo que deben hacer, pero en su caso lo veo clarísimo. Tiene que dejar su trabajo pero no porque sus vecinos le hayan dado la espalda, sino porque usted mismo no se soporta. Si creyese que su trabajo es moralmente aceptable, asumiría las críticas con la cabeza bien alta y el resto hubiesen acabado por tolerarlo; pero usted se avergüenza de lo que hace y eso ha generado la situación en la que se encuentra ahora.
Simón pareció sorprenderse pero, al cabo de un minuto, comenzó a asentir.
-          Tiene usted razón, señorita ¡Tiene usted razón! Es lo que voy a hacer ahora mismo ¡Voy a dejar el trabajo! ¡Y se lo voy a decir a todo el mundo! Se acabó ser el apestado del pueblo ¡Voy a recuperar mi vida!
Salió de la consulta como una exhalación dejándose la puerta abierta y Azucena fue a cerrarla suspirando.

A la semana siguiente, Simón acudió a su cita con Azucena con una sonrisa de oreja a oreja. Dejó un maletín en el suelo, la abrazó con lágrimas en los ojos y cogió sus manos.
-          Gracias, Azucena, gracias. Has salvado mi vida, mi matrimonio ¡todo! Tenías razón, no podría seguir trabajando ahí. Matar a personas como si fuera un espectáculo enfrente de todo el pueblo ¡es horrible! No sé cómo he podido hacer algo así. Ahora todo el mundo me habla, hasta mi mujer vino a buscarme llorando. Y todo te lo debo a ti, Azucena, muchísimas gracias.
Azucena sonreía aliviada.
-          Me alegro muchísimo por usted. Seguro que ahora no tarda nada en encontrar otro empleo y ya todo será perfecto.
-          ¡Pero si ya lo he encontrado! – sonrió Simón, satisfecho de sí mismo.
-          ¿Sí? ¿Tan rápido? ¿Y en qué trabaja ahora? – preguntó Azucena.
-          Soy liquidador por encargo.
-          Disculpe, pero creo que no se qué es eso.
-          Es un negocio propio ¡Quién me lo iba a decir a mí, que a estas alturas me iba a hacer empresario! He montado la oficina en mi casa, hay que empezar poco a poco. Sabes que nuestro sistema legal tiene unos agujeros enormes y mucha gente queda sin castigo aún mereciéndolo. Imagínate el desconsuelo de esa pobre gente cuando ve que el asesino de su padre o quien le ha robado todos sus ahorros se va a su casa tan campante. Yo simplemente me dedico a liquidar ese problema encarnado en una persona por una módica cantidad ¿no es la solución ideal?
Azucena le miró boquiabierta y fue andando hacia atrás alejándose de él hasta que topó con su mesa.
-          Por cierto, señorita, esto no es sólo una visita de cortesía – dijo Simón con una media sonrisa mientras sacaba su hacha del maletín.