Siempre había pensado que los adivinos son una soberana tontería. Acudes a ellos en los peores momentos y eres capaz de tragarte cualquier cosa. Pero se puede cambiar de opinión, y eso es lo que me ocurrió a mí…
- Venga tía, vamos a que nos lea la mano, va a ser muy divertido
- Joder, pero que chorrada… Te acompaño si quieres pero yo paso
Así que allí fui con una de mis amigas, a la mesa de una especie de pitonisa que está siempre en el mismo restaurante. Mi amiga se sentó frente a ella pero la adivina no me quitaba ojo de encima. Cuando terminó de decirle lo feliz que iba a vivir en un chalé con su apuesto marido, tres niños y un perro, me pidió mi mano.
- No, yo no quiero saber mi futuro. Prefiero construirlo yo solita, gracias.
- Puede que eso no sea posible para ti… Déjame tu mano, no te cobraré.
- Bueno, si me sale gratis… A ver, ¿qué me va a pasar?
La mujer me cogió la mano y vi cómo sus pupilas se dilataban hasta que casi no quedó iris en sus ojos. Me asusté un poco, no lo voy a negar, pero pensé que sería un gesto ensayado tantas veces que ya le salía natural.
- Mañana, a las seis y media de la tarde, un niño pequeño y rubio será la causa de tu muerte.
- ¿Y yo no voy a tener un chalé y una recua de niños? Pues que pena… Anda tía, vámonos que se nos enfría la cena.
Me levanté, pero la mujer sujetó fuertemente mi mano y con expresión seria me dijo:
- No hay nada que puedas hacer, así que no te diré que huyas. Mañana, lo último que verás será la mirada de ese niño.
Me zafé de su mano y, con gesto agrio, volví a mi mesa. Mientras cenaba empecé a tomarme a risa este incidente y se me ocurrió una idea genial.
- Chicas, ¿venís mañana a mi casa a eso de las cinco de la tarde? Vamos a celebrar que es mi último día en la tierra.
A todas les pareció una idea excelente, ya nadie creía las palabras de la pitonisa. Después de cenar, volví a mi casa y, en el portal, me crucé con mis vecinos de al lado que se habían mudado hacía un mes. Un hombre, una mujer y su hijo, un niño… rubio. Estoy paranoica pensé mientras intentaba controlar los latidos de mi corazón. Anda que no hay niños rubios por el mundo… Subí a casa, cerré la puerta y me fumé un cigarro tranquilamente en el sofá mientras me entraba el sueño.
Al día siguiente desayuné como si realmente fuese mi último día: café, zumo de naranja natural y croissants. Mientras tanto leía mi libro favorito con música de fondo. Esto es vida, tendría que haberme ido a vivir sola mucho antes.
Cuando terminé, me duché rápidamente y salí a comprar alguna cosa para ofrecer a mis amigas esa tarde, el día de mi última fiesta. Me hacía mucha gracia, cualquier cosa era una buena excusa para reunirnos en mi casa. Como habíamos quedado muy pronto, compré más café, pastas, bollitos… y para más tarde whisky, ginebra, coca-cola, limón y hielos. Que no falte de nada mi último día.
A las cinco en punto comenzaron a llegar mis primeras invitadas y a las cinco y media ya estábamos las ocho sentadas entre el sofá y los cojines que había dispuesto alrededor de la mesita baja del salón. Transcurrieron los siguientes tres cuartos de hora entre risas y conversaciones más o menos absurdas hasta que, a las seis y cuarto, sonó el timbre.
- Pero si ya estamos todas, ¿quién vendrá a estas horas? – dije entre divertida y nerviosa. No en vano ‘me quedaba un cuarto de hora de vida’.
Respiré hondo antes de abrir la puerta pero el aire se me quedó congelado en la garganta cuando encontré en mi puerta a mi pequeño vecino rubio.
- ¿Qué… qué haces aquí? – Escuché mi propia voz como si se tratara de la de otra persona. No reconocía ese tono de pánico que terminó por acabar con mis nervios.
Sin decir una sola palabra más, aparté al niño del umbral de mi puerta y salí corriendo sin saber a dónde me dirigía. Bajé a la calle y seguí corriendo, metiéndome por las calles más pequeñas y estrechas que encontraba y, sin saber por qué, entré en una pequeña taberna que no había visto en mi vida. El interior era un poco oscuro para mi gusto pero por lo demás se trataba del típico bar antiguo. Miré el reloj. Ya eran las seis y veinticinco. Si conseguía pasar esos cinco minutos sin moverme, sentada en una de las desvencijadas sillas del local, todo habría pasado. Podría volver a mi casa con mis desconcertadas amigas, poner cualquier excusa y seguir la fiesta como si nada hubiera pasado.
Dos minutos más tarde se abrió la puerta. Levanté la vista y vi, con horror, que mi destino entraba en la taberna. Ese pequeño niño rubio entró con despreocupación en el viejo bar y se dirigió a la barra sin reparar en mí. No me paré a pensar qué hacía un pequeño que no había cumplido los ocho años en un bar, era mi final, esa pitonisa tenía razón. Me levanté de un salto, derribé la silla y me dirigí al niño con un punto de locura en mi mirada. Zarandeándole ante la atónita mirada del tabernero le dije:
- ¿Qué haces aquí? ¿Por qué me persigues? ¿Qué quieres de mí?
- Sólo he venido a ver a mi padre – Contestó el niño mientras le temblaba el labio inferior y sus ojos se llenaban de lágrimas.
Corrí hacia la calle justo cuando el padre del pequeño intentaba salir de la barra. Atravesé la puerta y me lancé a la carretera sin mirar. En ese momento, un coche rojo, reluciente, atravesaba la estrecha calle a una velocidad superior a la permitida. No lo vi. No me vio. Tampoco sentí dolor. Ni cuando mis piernas se quebraban al chocar contra la delantera del vehículo ni cuando rompí la luna con la cabeza. Cuando, por fin, aterricé en el suelo y conseguí fijar la vista, justo antes de exhalar mi último aliento, pude ver la expresión de terror e incredulidad de aquel niño rubio junto a su padre, en la puerta de la taberna.
Y aquí estoy ahora. No me encuentro en el cielo ni en el infierno. Al menos no en el sentido en el que nos lo han explicado desde que somos pequeños. Estoy sola, con mis recuerdos, torturándome con la idea de si esa mujer tenía razón y mi destino estaba escrito en las líneas de mi mano o fui yo quien, sin saberlo, huyendo de una muerte predicha, corrí hacia ella sin saberlo.
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