miércoles, 4 de mayo de 2011

La sesión

-          Buenas tardes, Simón.
-          Buenas tardes, señorita.
-          Puede llamarme Azucena.
-          Sí, señorita.
-          Bueno, dejémoslo así ¿Cuál es el motivo de su visita? – dijo mientras se sentaba tras su mesa de caoba y le indicaba a Simón el diván donde podía recostarse.
-          Mire usted, señorita, yo me encuentro muy mal, me encuentro muy solo, todo el mundo me da la espalda, murmura sobre mí, mis vecinos me niegan el saludo ¡hasta mi mujer se comporta de manera diferente conmigo!
-          De acuerdo, Simón, vayamos por partes ¿por qué cree usted que le sucede todo esto? – preguntó Azucena mientras miraba a su paciente por encima de las gafas.
-          Seguro que ha oído usted hablar de lo que sucedió la semana pasada en la plaza del pueblo – se sonrojó ligeramente y comenzó a frotarse las manos.
-          Prosiga, por favor.
Simón se levantó de un salto.
-          ¿No va usted a decirme nada al respecto?
-          Yo no juzgo, sólo escucho.
Su contestación pareció tranquilizarle y se sentó en el borde del diván. Tras unos minutos mirándose los pies, continuó.
-          Mire usted, señorita, el domingo de la semana pasada me encontraba trabajando en el Ayuntamiento. Hice lo de siempre, me aseguré de que tenía el hacha bien afilada, me puse mis guantes de cuero y me coloqué el capuchón en la cabeza. Cuando salí a la plaza todo eran gritos de júbilo, me adoraban. Cogí al reo y le coloqué la cabeza sobre el tocón. Hacía mucho calor, señorita, no se lo puede usted imaginar, y me levanté el capuchón para aliviarme un poco. Entonces, cuando sujeté el hacha con las dos manos para asestare el golpe de gracia todos me vieron la cara y se hizo el silencio en la plaza. Me bajé corriendo el capuchón pero no sirvió para nada, ni siquiera me jalearon cuando rodó la cabeza ¡Parecía que el ladrón era yo! Desde ese día, señorita, todo el mundo me ignora. Cuando voy paseando con mi señora y saludo al carnicero, me vuelve la cabeza. Voy a comprar el periódico y el quiosquero se queda con el cambio. Si me voy a tomar un vino a la taberna, el camarero se niega a atenderme ¡No se qué hacer!
-          Simón, tranquilícese. Si está aquí, es porque, aunque no lo sepa, cree que es usted quien debe cambiar algo para que esta situación mejore. Piense en ello para la semana que viene.

Siete días más tarde, Azucena estaba sentada en su escritorio leyendo los apuntes de la sesión anterior cuando alguien aporreó la puerta. Se levantó y acudió a abrir.
-          ¡Señorita, esto va de mal en peor, yo no puedo seguir así! – gritó Simón entrando violentamente en la habitación.
-          Buenos días. Tranquilícese y cuénteme lo que le pasa. Siéntese en el diván, por favor.
-          ¡No puedo sentarme! – vociferó.
-          De acuerdo, quédese de pie ¿Qué ocurre? – dijo Azucena en tono apaciguador mientras se sentaba a su mesa y cogía su cuaderno para tomar notas.
-          Este domingo me tocaba trabajar. Cuando salí a la plaza, todos los que estaban allí empezaron a insultarme y a tirarme de todo: tomates, patatas ¡hasta un calabacín! No me lo podía creer, el prisionero había matado al cabrero y había violado a su cabra ¡y los del pueblo me gritaban a mí! Intenté no escucharles, pero cuando estaba bajando el hacha uno me dio con un trozo de pan duro en el ojo y claro, me despisté. En vez de cortarle la cabeza, le clavé el hacha en la espalda ¡Cómo gritaba el condenao! No sé por qué, me di la vuelta y salí corriendo mientras me abucheaban y seguían tirándome todo lo que tenían a mano.
Simón paró para beber agua y Azucena aprovechó el momento para preguntar.
-          ¿Y cómo se siente usted con todo esto?
-          Pues imagínese, señorita. Pero es que eso no es todo. Cuando llegué a casa me encontré con mis maletas en la puerta. Mi mujer me dijo que no podía soportarlo más, que nadie le hablaba, el carnicero le cortaba los peores trozos, el panadero le daba el pan duro o a medio cocer y en la mercería siempre le vendían medias con carreras. ¡Mis hijos no me querían ni hablar! Mi mujer me contó que en el cole se burlaban de ellos y les pegaban y que los profesores no les hacían ni caso. Señorita ¡estoy durmiendo en la calle porque el de la pensión no me dejó entrar!
-          Simón, esto no es muy ortodoxo, nunca le digo a mis pacientes qué es lo que deben hacer, pero en su caso lo veo clarísimo. Tiene que dejar su trabajo pero no porque sus vecinos le hayan dado la espalda, sino porque usted mismo no se soporta. Si creyese que su trabajo es moralmente aceptable, asumiría las críticas con la cabeza bien alta y el resto hubiesen acabado por tolerarlo; pero usted se avergüenza de lo que hace y eso ha generado la situación en la que se encuentra ahora.
Simón pareció sorprenderse pero, al cabo de un minuto, comenzó a asentir.
-          Tiene usted razón, señorita ¡Tiene usted razón! Es lo que voy a hacer ahora mismo ¡Voy a dejar el trabajo! ¡Y se lo voy a decir a todo el mundo! Se acabó ser el apestado del pueblo ¡Voy a recuperar mi vida!
Salió de la consulta como una exhalación dejándose la puerta abierta y Azucena fue a cerrarla suspirando.

A la semana siguiente, Simón acudió a su cita con Azucena con una sonrisa de oreja a oreja. Dejó un maletín en el suelo, la abrazó con lágrimas en los ojos y cogió sus manos.
-          Gracias, Azucena, gracias. Has salvado mi vida, mi matrimonio ¡todo! Tenías razón, no podría seguir trabajando ahí. Matar a personas como si fuera un espectáculo enfrente de todo el pueblo ¡es horrible! No sé cómo he podido hacer algo así. Ahora todo el mundo me habla, hasta mi mujer vino a buscarme llorando. Y todo te lo debo a ti, Azucena, muchísimas gracias.
Azucena sonreía aliviada.
-          Me alegro muchísimo por usted. Seguro que ahora no tarda nada en encontrar otro empleo y ya todo será perfecto.
-          ¡Pero si ya lo he encontrado! – sonrió Simón, satisfecho de sí mismo.
-          ¿Sí? ¿Tan rápido? ¿Y en qué trabaja ahora? – preguntó Azucena.
-          Soy liquidador por encargo.
-          Disculpe, pero creo que no se qué es eso.
-          Es un negocio propio ¡Quién me lo iba a decir a mí, que a estas alturas me iba a hacer empresario! He montado la oficina en mi casa, hay que empezar poco a poco. Sabes que nuestro sistema legal tiene unos agujeros enormes y mucha gente queda sin castigo aún mereciéndolo. Imagínate el desconsuelo de esa pobre gente cuando ve que el asesino de su padre o quien le ha robado todos sus ahorros se va a su casa tan campante. Yo simplemente me dedico a liquidar ese problema encarnado en una persona por una módica cantidad ¿no es la solución ideal?
Azucena le miró boquiabierta y fue andando hacia atrás alejándose de él hasta que topó con su mesa.
-          Por cierto, señorita, esto no es sólo una visita de cortesía – dijo Simón con una media sonrisa mientras sacaba su hacha del maletín.

martes, 19 de abril de 2011

Un crimen comunitario

Alfredo, el portero del edificio de la Travesía del Almendro número 7, estaba sentado a su mesa, como cada mañana después de fregar el portal. Mientras clasificaba el correo que le había dejado el cartero, un grito le apartó de su labor. Levantó la vista, algo se precipitaba por el hueco de la escalera. Alfredo se acercó lo más rápido que pudo y se encontró con una mujer de unos treinta años; un reguero de sangre salía de su boca y tenía un ramo de novia en una mano y un sobre en la otra. Cogió las llaves del portal, salió, cerró la puerta y llamó a todos los timbres del edificio. Cuando contestaron les dijo que bajaran con urgencia al rellano. Volvió a entrar, cerró con llave, se apoyó en la mesa y esperó.
El primero en llegar abajo fue Luis, el hijo de siete años de la del tercero. Al ver a la mujer dio un grito y se puso a temblar, pero Alfredo le tapó la boca y lo llevó junto a él a la mesa. A continuación bajó renqueando Dª María Luisa, la ancianita del primero. Tenía 82 años y una salud muy frágil, pero llevaba así casi una década y nunca le ocurría nada. La demencia estaría haciendo de las suyas, porque se mostraba indiferente ante la visión de una mujer muerta en el rellano de su portal. La pareja del segundo llegó riendo y haciéndose carantoñas el uno al otro, pero se quedaron petrificados al llegar al rellano. María y Andrés se habían mudado hacía dos meses, tenían 26 años y estaban tan enamorados que resultaban empalagosos. Finalmente, acudieron Carlos y Arantxa, el matrimonio del cuarto piso. Tenían 43 y 40 años, y ese aspecto de típica pareja que lleva demasiado tiempo aguantándose sin saber por qué. Cuando vieron la situación, Carlos se tapó la boca con las manos y rompió a llorar y Arantxa compuso una expresión de perplejidad.
-          Bien, supongo que no hace falta deciros por qué os he llamado. Es evidente que tenemos un problema que afecta a toda la comunidad, así que vamos a arreglarlo como buenos vecinos que somos – comenzó Alfredo – Dª María Luisa, ¿ha oído algo extraño hace un rato?

MARÍA LUISA, LA ANCIANITA DEL PRIMERO
-          ¿Cómo dice, hijo?
-          ¡Que si oyó algo extraño esta mañana!
-          Ay yo que sé, hijo mío. Mira, me he levantado a eso de las diez porque me tenía que tomar las pastillas porque tengo la tensión por las nubes. ¿Y el colesterol? No sabéis lo que es llegar a vieja hijos míos, todo son males. Hoy sin ir más lejos me duelen todas las articulaciones del cuerpo, será que va a cambiar el tiempo.
-          Ehhh, perdone María Luisa... ¿Podría decirnos sólo si ha escuchado algo raro? – terció María.
-          ¡Pues eso os estoy explicando! ¡Que poco respeto le tenéis los jóvenes a vuestros mayores! Pues el caso es que antes de tomarme las pastillas tengo que comer algo, porque es muy malo para las tripas tomarte esas cosas en ayunas, así que me hice un vaso de leche con pan que es lo que me daba mi madre cuando era pequeña. Ahora vosotros os tomáis unas cosas que solo os hacen poneros gordos. Si comierais lo que comíamos nosotros antes no tendríais tantas penas, que os quejáis de vicio.
-          Jolines, esta no se ha enterado de nada – dijo Luis.
-          ¡A callar he dicho! – Exclamó María Luisa mientras le daba un cachete en la cabeza al pequeño – pues claro que he oído algo, ¿te crees que estoy sorda? Me puse el programa ese de las mañanas, donde sale ese hombre que te dice cómo curarte las cosas, y estuve tomándome mi leche y mis pastillas. Hoy ha llamado una mujer para saber cómo curarse las hemorroides. En mi época si tenías de eso te lo callabas, que es algo muy íntimo, pero ahora lo dicen hasta por la tele. Pues cuando estaba yo viendo eso empecé a escuchar unos gritos, pero desde que han venido estos dos – señaló a María y Andrés - no paro de oírlos. Pero luego, al cabo de un rato de escuchar los gritos de esta oí a una mujer diferente, un grito muy agudo y luego un “¡plum!” que me hizo levantarme del sofá. Hijo, yo pensé que se había caído algo pero luego como llamaste para que bajásemos. ¿Y qué hace esta mujer en el suelo? ¿No se va a levantar, o qué?
-          ¡Pues como se levante yo me voy corriendo! – dijo Andrés.
-          ¿Y vosotros qué habéis estado haciendo? – Preguntó Alfredo a la pareja – Aunque por lo que ha dicho Dª María Luisa me lo puedo imaginar.
MARÍA Y ANDRÉS, LA PAREJA DEL SEGUNDO
María se sonrojó y dirigió la vista hacia el suelo. Mientras, Andrés miraba a los ojos a todo el mundo y sonreía.
-          Pues no nos hemos enterado de mucho – dijo él orgulloso de sí mismo.
-          Habla por ti, cariño. Yo sí que he oído cosas. Nosotros nos acabábamos de despertar y bueno, estábamos a nuestras cosas – titubeó la chica poniéndose aún más colorada – Cuando terminamos, Andrés se quedó medio dormido, como siempre, pero yo no porque estaba pensando en todo lo que tenía que hacer esta mañana.
-          Bueno chica, que no nos interesan tus asuntos de alcoba. ¿Has oído algo o no? – espetó Carlos visiblemente nervioso.
-          Me levanté para ir a comprar el periódico y algo para desayunar, porque quería darle una sorpresa a Andrés cuando se levantase. Al volver con mis churros me encontré con Arantxa en el portal y subimos juntas hasta el segundo. Yo no quiero acusar a nadie pero parecía muy nerviosa, tenía los ojos hinchados y rojos como de haber llorado y tenía un sobre que no paraba de pasarse de una mano a otra. Al llegar a mi casa me fui a la cocina a hacer chocolate y ahí estaba yo cuando escuché el  grito de una mujer y un golpe. – María se puso a llorar - ¡Supongo que sería de esta mujer!
-          No llores – dijo Luis – Si seguro que está bien. Estará como dormida del golpe, pero ahora llamamos a los médicos y se cura, ya verás.
-          No creo que vaya a pasar eso, pequeño. – dijo Alfredo - ¿Qué hacías tú en casa? ¿No deberías estar en el cole?
LUIS, EL PEQUEÑO DEL PRIMERO
El niño empezó a hacer pucheros.
-          No se lo digáis a mi mami, “porfi” – dijo mientras empezaba a llorar.
-          Cariño, no llores que no pasa nada – le consoló María mientras le abrazaba. Esto pareció tranquilizar al niño, que siguió hablando.
-          Pues es que hoy había examen de mates en el cole y yo es que no sé hacer las sumas porque el profe me tiene manía y no me las quiere enseñar. Le he dicho a mi madre que me dolía la barriga y ella me ha dicho que no hacía falta que fuera al cole porque si estaba malo no pasaba nada. Y entonces ella se ha ido a comprar cosas para comer y manzanilla para que me la tome. Que me da mucho asco, pero como tengo que hacer que estoy malo pues me la tendré que tomar. Y entonces ella se ha ido y yo me he levantado y he puesto la tele porque me aburría. Y luego han llamado a la puerta y yo he ido a abrir. Y era esta mujer que está ahí tirada, que me ha preguntado que si aquí vivía Carlos y yo le he dicho que no, que yo vivía con mi mamá que se llama Natalia. Que vivía un Carlos encima pero que no sabía si iba a buscarle a él.
Todos se volvieron hacia Carlos menos Arantxa, que seguía mirando al suelo con el gesto serio.

CARLOS, AMANTE DE LA VÍCTIMA
-          Vale, vale, yo la conocía – dijo mientras se tapaba la cara con las manos y sollozaba como un niño.
Miró a su mujer con gesto apesadumbrado y continuó.
-          Nos conocimos hace unos meses en una cena del trabajo. Vino con alguien, creo que era amiga de la de administración. Nos sentamos juntos, empezamos a hablar y, bueno. Al principio era algo esporádico – el labio inferior le temblaba mientras hablaba y jugaba con la hebilla de su cinturón compulsivamente.
-          ¡Venga, sigue. Ya que no has tenido cojones de contármelo a mí cuéntaselo a todo el mundo! – dijo su mujer con los ojos entrecerrados.
Carlos se sonó la nariz ruidosamente y siguió.
-          Hoy vino a mi casa cuando Arantxa se había ido al trabajo. Yo tenía turno de tarde. Empezó a fisgonear en nuestro armario hasta que encontró una caja con el ramo de novia de nuestra boda; Arantxa lo había secado para conservarlo. Entonces se volvió loca, me dijo que estaba harta, que quería que me divorciase y nos casáramos. Yo le dije que no, por supuesto, amo a mi mujer – dijo mientras la miraba con una media sonrisa.
Arantxa le escupió en la cara, se cruzó de brazos y miró para otro lado. Con el escupitajo aún colgando de su barbilla, continuó.
-          Le dije que no podíamos seguir viéndonos, que lo sentía mucho pero que se me había ido de las manos. Ella empezó a gritarme, me dijo de todo, hijo de puta, cerdo… bueno, ya sabéis cómo se ponen. Cogió su abrigo y salió. Yo me quedé sentado en la cama. Estaba conmocionado. Entonces escuché un grito y luego un ruido. Supongo que se tiró por el  hueco de la escalera. Se suicidó por mí – y comenzó a llorar de nuevo.
-          ¡Que imbécil y engreído eres! – dijo Arantxa – Yo os voy a contar lo que pasó.

ARANTXA, MUJER DE CARLOS
-          Hace ya meses que le notaba raro. Es tan gilipollas que no sabe ni mentir. Un día le cogí el móvil mientras se estaba duchando y leí un mensaje de una tal Patricia que decía algo así como que se lo había pasado muy bien la otra noche. Iba a entrar a decirle cuatro cosas pero como siempre consigue darle la vuelta a todo quise tenerle bien agarrado así que contraté a unos detectives para que lo siguieran.
-          ¡Cómo fuiste capaz de contratar a alguien para que me espiara!
-          ¡Tú cállate, cabrón, que bien la has liado ya! – Interrumpió María – Si este me hiciera lo mismo – dijo señalando a Andrés – le metía un par de hostias que haría falta su ficha dental para reconocerle.
-          El caso es que hoy fui a la agencia porque me habían llamado para decirme que ya tenían algo. – prosiguió Arantxa – Y me dieron esto – dijo mientras tiraba unas fotos encima de la mesa del portero. En ellas se veía a Carlos besando y abrazando a la víctima. Estaba claro que entre ellos había algo más que una bonita amistad.
-          En el portal me encontré con María y subimos juntas hasta su casa, como ya ha dicho ella. Cuando la dejé empecé a ver las fotos otra vez y al llegar a la puerta de mi casa me encontré de frente con esa zorra que llevaba en la mano mi ramo de novia. Joder, os podéis imaginar cómo me puse, la cogí por los pelos y la empujé con todas mis fuerzas con tan mala suerte que se cayó por el hueco de la escalera. Se sujetó de mi brazo y casi me caigo con ella pero conseguí echarme para atrás en el último momento. Mirad, el sobre que lleva en la mano es donde tenía yo las fotos. No quería matarla, de verdad, pero al verla salir de mi propia casa y además con cachondeo, con mi ramo de novia, sólo quise partirle la cara. Da igual, pena tampoco me da, la verdad.
-          Yo te entiendo, Arantxa, fue un momento de locura – dijo María.
-          ¡Pero cómo que la entiendes! – Interrumpió Andrés – Hay que llamar a la policía y contárselo todo. Seguro que te sirve como eximente lo ocurrido, se puede alegar locura transitoria.
-          ¡A callar todo el mundo! – gritó Alfredo. Todos se sobrecogieron, nunca le habían escuchado gritar y mucho menos ese tono autoritario. – Aquí no va a hablar nadie.
-          ¿Y yo tampoco se lo puedo contar a mi mamá? – dijo Luis lloroso – No va a contar nada a nadie, es muy buena.
-          Si le cuentas algo a tu mamá a lo mejor le contamos nosotros que no estabas malo pero que no querías ir al cole para no hacer el examen de mates – Continuó el portero.
-          Vale, no le diré nada – dijo Luis mientras lloraba y moqueaba.
-          Bueno, pues cada uno a su casa, yo voy a llevarme el cuerpo al sótano hasta que decidamos qué hacer. Y como a alguien se le ocurra abrir la boca…
María y Andrés fueron los primeros en abandonar el escenario acompañados por Luis que seguía llorando sin parar. María Luisa se dio la vuelta despacio y comenzó a subir las escaleras ayudada por su bastón. Carlos y Arantxa fueron los últimos en irse.  Cuando puso un pie en el primer escalón, ella se volvió y miró a Alfredo cómo cogía a la muerta por las axilas para llevarla arrastrando hasta el sótano. El portero levantó la vista y sonrió a Arantxa. Ella le devolvió la sonrisa y le guiño un ojo antes de seguir subiendo las escaleras detrás de su marido.

lunes, 21 de marzo de 2011

Nada es lo que parece

El último bocado se quedó atascado en mi garganta. Lo escupí en el suelo y me limpié los restos de carne de la comisura de los labios con la camisa raída que llevaba.
-          ¿Qué haces? ¿Por qué no comes? – Inquirió mi compañero de festín.
-          No sé, no tengo hambre.
-          ¿Pero qué dices? Llevamos días sin encontrar carne fresca. Ya casi no quedan. Como esto siga así vamos a tener que irnos a otra ciudad.
-          Me da igual, no quiero más. Por mí te la puedes comer toda.
Me levanté irritado, tiré el trozo de brazo al suelo al lado de mi compañero y me fui. Iba andando por la calle desierta mirando la devastación que habíamos provocado. Coches volcados, tanques en mitad de la calle, cientos de moscas que volaban sobre pilas de cuerpos en descomposición… Tuve que reprimir el impulso de lanzarme sobre uno de esos montones putrefactos.
Seguí andando durante mucho tiempo, tal vez horas, hasta que llegué a lo que había sido mi casa donde compartía la vida con mi mujer. No sabía qué había sido de ella. Probablemente estaría buscando comida con los ojos literalmente fuera de sus cuencas, como tantos otros.
Me encontraba mirando esa fachada perdido en mis recuerdos cuando vi con estupor a una pequeña niña de bucles rubios corriendo despavorida. Pensé que la estarían siguiendo así que la cogí en brazos, entré en mi casa y cerré la puerta. No dejaba de gritar y de pegarme con sus puños en el pecho, así que le tapé la boca. A los dos minutos pude escuchar los familiares jadeos de mis compañeros ávidos de carne humana. Una niña era un manjar tan apetecible que estaban desesperados. Cuando el ruido se perdió en la lejanía le quité la mano de la boca pero seguí sujetándola por la cintura para que no huyese.
-          ¡Que asco! ¡Quítame las manos de encima, hueles fatal!
-          Ya lo sé, es que me estoy descomponiendo ¿sabes? – le sonreí – es uno de los inconvenientes de estar muerto. ¿Qué hacías vagando sola por la calle?
-          Mi padre salió ayer a buscar comida y todavía no ha vuelto. Quería encontrarle.
La miré con tristeza. Su padre estaría muerto o había sido pasto de los míos. De repente la niña me escupió en la cara, se desembarazó de mi brazo y me pegó una patada en las costillas.
-          Dame algo de comer, tengo hambre – dijo dirigiéndose a la cocina.
Me incorporé, fui con ella y empecé a sacar latas de comida de los estantes.
-          ¡Que asco, ni cuando estabas vivo tenías buen gusto! Me comeré esas judías, prepáramelas.
-          Tienes que pedir las cosas por favor – le sugerí algo irritado.
-          ¡Tú no eres mi padre! ¡Prepárame la comida!
Me di por vencido y le preparé la lata de judías. Tuvo que comérselas frías porque no había electricidad y no era buena idea encender un fuego en mitad de la ciudad.
-          ¿Dónde voy a dormir? – Preguntó con la boca llena.
-          Puedes dormir en el sofá, te bajaré unas mantas.
-          Yo no voy a dormir en este sofá de mierda ¿No hay una habitación?
-          Sí, arriba está la que compartía con mi mujer, pero…
-          Pues ya está, yo duermo ahí. Que más da, tu mujer o está muerta o es un bicho como tú.
Subió las escaleras hacia mi cuarto y me dejó solo en el salón. Me daba mucha pena, tan joven y estaba sola en un mundo gobernado por muertos que querían comérsela. Decidí que haría cualquier cosa por protegerla, así me redimiría de mis pecados. Me tumbé en el sofá, no iba a dormir, hacía mucho que no lo hacía, pero así podía vigilar la entrada.
Pasado un rato, escuché cómo se abría la puerta de mi habitación y unos pasos vacilantes por las escaleras. La niña se acercó a la cocina y abrió un cajón. Yo me quedé tumbado, haciéndome el dormido, esperando para ver lo que hacía. De repente, saltó sobre mí y me clavó repetidas veces un cuchillo de sierra en el pecho y el estómago. Lo reconocí al instante, era uno de los que usaba para cortar el pan. Cuando terminó se levantó, cogió algunas latas de comida y salió de mi casa con una sonrisa macabra desfigurando su rostro.
Me levanté del sofá, volví a colocarme las vísceras en su sitio y me quedé mirando a la puerta. ¿Esa era la humanidad que yo quería salvar? Mejor comérmela y dejarme de tonterías.

jueves, 3 de marzo de 2011

Recuerdo

De camino a casa, a las 06:30 de la mañana, la lluvia me sorprende. Mi pelo mojado pegado a la cara exhala un olor a tabaco muy desagradable y solo pienso en meterme bajos las sábanas calientes. Cuando estoy llegando, un olor a bollos recién hechos que proviene de la panadería del barrio me hace detenerme en seco. No puedo evitarlo, entro y compro un croissant antes de subir a casa.
Me siento frente a una gran taza de leche humeante con el pijama limpio y el pelo seco. Casi no recordaba a qué sabían esos bollos caseros, recién hechos, todavía calientes. Cuando era una niña y me quedaba a dormir en casa de mi abuela, siempre me despertaba con un tazón de leche recién ordeñada y muchos pasteles calientes de la panadería que había debajo de su casa. Se sentaba a mi lado en el sofá y escuchaba lo que había hecho durante la semana mientras me acariciaba el pelo con sus manos arrugadas y frías pero muy suaves.
Un día, mis abuelos nos llevaron a mi prima y a mí al campo. Nos montamos todos en el coche pero como ese viejo trasto no tenía asientos traseros, me tocó ir detrás con nuestras dos perras: Lau y Zara. Lau era una perra vieja, tranquila y cariñosa y estaba acostumbrada a que los más pequeños le tirásemos del rabo y las orejas. Zara era todavía un cachorrito y se divertía mordisqueándome los pies y las manos con sus dientes afilados. Todavía recuerdo la sonrisa maliciosa de mi prima desde la parte delantera, sobre las rodillas de mi abuela, cuando Zara me hizo sangre al morderme el dedo pulgar de la mano derecha.
Llegamos al campo, mi abuela abrió la portezuela de atrás del coche y salimos las tres en estampida; las dos perras y yo. Corrimos entre los árboles, nos tiramos sobre la hierba y sólo paramos cuando mi abuelo nos llamó para enseñarnos las propiedades curativas de todas las malas hierbas que crecían a los lados del camino. Él siempre dijo que los médicos le matarían, que podía curarse cualquier enfermedad sólo con cataplasmas de arcilla e infusiones de todas esas hierbas salvajes. Pero puede que el cáncer de pulmón que acabó con él pocos años después fuera demasiado para esas pobres hierbas.
Después de una hora correteando ya teníamos las mejillas rojas por el esfuerzo. De repente, una nube negra tapó el sol y comenzó a descargar toda el agua del verano sobre nosotros. No había visto a mis abuelos correr tanto jamás, pero cuando llegamos al coche ya estábamos empapados. El viaje de vuelta no fue tan alegre. Hasta la pequeña Zara tenía menos ganas de mordisquearme el pie. Ya en casa, mi abuela nos cambió de ropa y nos secó el pelo con una toalla antes de ponernos un tazón enorme de leche caliente a cada una.
Mientras doy el último sorbo de mi bebida ya templada no dejo de pensar que nada es igual. Ni esa leche de supermercado, ni el olor a lluvia en mi pelo, ni siquiera el bollo recién hecho. Pero sobre todo, es mi abuela la que falta a mi lado en el sofá.

miércoles, 26 de enero de 2011

Dono

Me senté en el sofá después de fregar los platos de la cena. Álvaro me pasó el brazo por los hombros y se recostó sobre mí. Empezaba a agobiarme el calor de su cuerpo mientras en la televisión un hombre irritante gritaba a cada minuto los goles, los pases y los nombres de jugadores que no conocía. Como siempre, mi mente voló a otro lugar lejos del partido y la rutina y esperé pacientemente a que Álvaro se durmiera. Como un reloj, a los 10 minutos empecé a escuchar sus rítmicos ronquidos que iban subiendo en intensidad por momentos. Cogí el mando a distancia y fui pasando mecánicamente de canal. Cuando ya había dado dos vueltas a todos los canales de la TDT sin decantarme por ninguno, sonó el timbre. Álvaro se despertó sobresaltado y se incorporó asustado del sofá.
-          ¿Esperas a alguien? – me dijo.
-          Que va ¿A estas horas?
-          Pues yo tampoco. Voy a abrir.
Se acercó a la puerta tambaleándose y la abrió justo cuando volvía a sonar el timbre.
-          Hola, ¿quién es usted?
-          Buenas noches ¿Vive aquí Ana?
Me quedé petrificada en el sofá. Si hubiera estado de pie, me hubiese caído al suelo. Esa voz había vuelto a mi memoria tantas veces durante los últimos dos años que no sabía si la había escuchado  realmente o la había recreado. Unos ojos verdes surcados de arrugas, un pelo largo, una barba bien recortada, una paleta montada sobre otra que quedaba al descubierto cuando los labios se curvaban en una sonrisa. Tantas imágenes a la vez que estaba a punto de sufrir un colapso.
-          Ana ¿me escuchas? – me decía Álvaro con gesto impaciente.
-          Sí, sí perdona ¿qué decías?
-          Preguntan por ti, no sé quién es.
Me acerqué a la puerta contando los pasos. Uno, dos, tres, cuatro… ¡qué pequeño se me hacía el piso en este momento! Respiré hondo y asomé la cabeza por el marco de la puerta. Nada me había preparado para ver esa imagen de nuevo. Vi cómo se iluminaba su cara con una de esas sonrisas que tanto había añorado y, sin mediar palabra, se abalanzó sobre mí y me abrazó. Si verle me impactó, su olor me dejó sin respiración. Mis ojos se llenaron de lágrimas mientras hundía la nariz en su pelo, mucho más corto que hacía dos años. Necesitaba absorber hasta la más mínima esencia tan característica, tan familiar, tan cercana… Se apartó un poco de mí pero mantuvo su mano en mi cintura.
-          Estás preciosa, que bien te queda ese pelo y esas gafas y… ¡y ese pijama! Te he echado de menos, Ana.
-          ¡Pero tú te has visto! Y yo que tenía miedo a que te cortaras la melena ¡Te queda muy bien! Y estás más moreno, con lo blanquito que has sido tú siempre.
Vi cómo la sonrisa se congelaba en su rostro y se apartaba de mí quitando la mano de mi cintura. La desilusión se extendió por todo mi cuerpo hasta que recordé que Álvaro continuaba de pie detrás de mí. Me di la vuelta rápidamente.
-          Álvaro, este es Iker – dije con una voz demasiado chillona.
-          Encantado – Dijo Iker mientras extendía la mano con una sonrisa cordial.
Álvaro titubeó visiblemente molesto pero pareció decidir que era mejor acabar con todo aquello y estrechó su mano quizá un poco más fuerte de lo que dicta la buena educación. Iker no pareció darse por enterado del ambiente hostil que se estaba generando a nuestro alrededor.
-          Bueno, os preguntareis qué estoy haciendo aquí… Acabo de venir de Sevilla, he estado un año y medio viviendo allí y necesito un sitio para pasar la noche.
Los dientes de Álvaro chocaron ruidosamente pero me adelanté a su reacción.
-          ¡Claro que sí! Tenemos sitio de sobra, hay una habitación de invitados al lado de la mía.
-          De la nuestra – rectificó rápidamente Álvaro.
-          Sí, sí, claro. Nuestra.
Abrí más la puerta para dejarle pasar y le señalé la habitación de enfrente; el cuarto de invitados. Le acompañé hasta allí y abrí el armario para coger sábanas limpias y hacer la cama. Él me ayudó como tantas otras veces tiempo atrás y cuando terminamos fuimos hacia el salón. Álvaro estaba sentado con la espalda recta y rígido como un palo.
-          Qué, ¿habéis terminado? – dijo prácticamente escupiendo las palabras.
-          Sí, ya hemos hecho la cama.
-          Bueno, pues ya podemos irnos a dormir ¿no?
-          Sí, claro yo también estoy cansado – dijo Iker. Si estaba molesto, no lo parecía.
Álvaro se levantó y se metió en el cuarto. Nuestro cuarto. Iker también se dirigió al suyo pero, en el umbral, se dio la vuelta y me miró sonriendo. Sólo fueron unos segundos pero el estómago me dio un vuelco. Cuando cerró su puerta me quedé parada, entre los dos cuartos. Quería echar a correr o dormir en el sofá o cualquier cosa menos lo que hice. Ir a mi habitación, nuestra habitación, y cerrar la puerta. Él ya estaba metido en la cama y me daba la espalda. Sin quitarme el pijama me metí bajo las sábanas y cerré los ojos muy fuerte como si eso fuera a hacer que me durmiera antes.
-          ¿Duermes con ropa? – me dijo muy serio.
-          Sí, tengo algo de frío.
Álvaro se dio la vuelta y metió la mano bajo mi camiseta mientras me mordisqueaba la oreja.
-          Estoy cansada. Además, no me encuentro muy bien. Quiero dormir.
-          Que casualidad que justo hoy que ha aparecido ese en mi casa estés cansada y no te encuentres bien. ¿Quién es?
-          Es un chico que conocí hace un tiempo.
-          ¿Que conociste? ¿Y qué más hiciste, aparte de conocerle?
-          Bueno, Álvaro, estuve con él un poco más de un año. Déjame dormir, por favor, mañana me quiero levantar pronto.
-          ¡Pero si mañana no trabajas!
-          Ya lo sé, pero quiero aprovechar el día. Buenas noches.
No me contestó, se dio la vuelta con un movimiento brusco y a los 5 minutos ya estaba roncando. Siempre envidié esa facilidad para quedarse dormido en cualquier situación. Yo me abracé a la almohada y me preparé para una de mis noches de imaginaria.
A la mañana siguiente, me levanté y fui directa al baño. Me miré al espejo y pude ver los efectos de la noche en vela: unas oscuras ojeras marcaban mis ojos hinchados. Fui a la cocina y me puse a exprimir naranjas distraídamente mientras intentaba leerme un libro. Cuando había pasado por el mismo párrafo cinco veces desistí, cogí mi zumo y me senté en una de las sillas altas de la cocina. Oí el ruido de una puerta al abrirse a mi espalda y me di la vuelta. Iker salió con el pelo revuelto y sin camiseta, dejando ver el gran tatuaje que yo recordaba y que recorría su brazo derecho y la mitad de su pecho y otro nuevo que ocupaba el antebrazo izquierdo. Se acercó a mí en silencio, me dio un beso en la mejilla y cogió mi vaso de zumo.
-          Oye, ese es mío – protesté.
-          ¿Así cuidas de tus invitados?
-          Iba a prepararte uno.
-          Sabes que siempre he preferido el tuyo.
Le sonreí. Claro que lo sabía. Siempre se comía las patatas de mi plato, aunque el suyo estuviera rebosante; bebía de mi vaso y se llevaba a la boca las migas que se me caían a la mesa.
Álvaro pegó un portazo cuando salió de la habitación perfectamente vestido con su sobrio traje negro y peinado con litros y litros de gomina.
-          Me voy al trabajo – dijo
-          ¿No quieres desayunar?
-          No, tengo prisa. ¿Tú cuándo te vas? – espetó dirigiéndose a Iker
Iba a protestar por su falta de educación pero no tuve ocasión.
-          Me iba ya. Mi madre ya habrá llegado a su casa y tengo que ir a recoger mis cosas de la portería de su edificio y dejarlas allí.
No podía creerlo ¿se iba ya? No habíamos tenido ni un solo momento para estar a solas. Vi con desilusión cómo se metía en la habitación y salía con la chaqueta puesta y su pequeña mochila colgada del hombro.
-          Bueno, Ana, me ha encantado volver a verte. Muchas gracias por dejarme dormir en tu casa. Ha sido…
-          Bueno venga, te acompaño a la calle pero ya, que tengo prisa.
Iker me dio un fugaz beso en la mejilla y me susurró al oído
-          Dono…
Seguía sentada en esa silla media hora después de que se cerrase la puerta. Dono, ¿qué había querido decir con Dono? Me di un baño de espuma intentando relajarme pero era imposible, parecía que tenía un gato dentro de mí que se divertía arañando mis entrañas. Quien había descrito esa sensación como “mariposas en el estómago” estaba muy equivocado.
Me puse un cómodo pijama limpio y me senté frente al ordenador. Tecleé esa palabra rápidamente en Google y esperé. Dono era el nombre de una ONG, el del Papa que había ocupado el Vaticano entre el 676 y el 678, había varias noticias que incluían la palabra donó… pero nada que me indicase qué quería decir Iker. Permanecí en el ordenador dos horas antes de comer y tres después. Estaba desesperada, ya no sabía qué hacer.
A las 7 de la tarde me levanté derrotada y me tumbé en el sofá. Cogí el periódico del día anterior que descansaba sobre la mesita baja de fumador y lo abrí por la sección de cultura. Ojeé por encima varios artículos sobre la posible desaparición del papel frente al e-book, lo que no ocurría nunca y, cuando ya iba a cerrar el periódico, vi una foto de alguien que me resultaba familiar. Era una chica de aspecto cansado y largo pelo negro con varios mechones canosos que no se había molestado en teñir. Leí la pequeña reseña: “Maite Dono nos presentará su nuevo poemario en la sala Clamores el jueves 27 a las 8 de la noche”.
Di un salto, me vestí con un vestido negro de algodón y unas botas altas y planas del mismo color. Intenté taparme las ojeras con dudoso éxito y terminé de rematar con un poco de rimmel. Me miré al espejo. No estaba tan mal. Me puse la chaqueta, cogí el bolso y salí a la calle.
Cuando llegué a la sala Clamores estaba todo oscuro y ya había empezado el recital. Nerviosa miré a mi alrededor pero había demasiada gente allí y yo me había dejado las gafas sobre la mesa de la cocina. Maite Dono estaba en el escenario, rugiendo al micrófono, haciendo salir de su boca los sonidos guturales por los que yo la recordaba. De repente me sentí tonta ¿me había precipitado? ¿Qué hacía yo allí? ¿Por qué perseguía a alguien a quien no veía desde hacía dos años?
-          Nunca te ha gustado Maite Dono – Susurró una deliciosa voz en mi oído.
Me di la vuelta lentamente dispuesta a perderme en sus ojos verdes.
-          No he venido por el recital.