jueves, 3 de marzo de 2011

Recuerdo

De camino a casa, a las 06:30 de la mañana, la lluvia me sorprende. Mi pelo mojado pegado a la cara exhala un olor a tabaco muy desagradable y solo pienso en meterme bajos las sábanas calientes. Cuando estoy llegando, un olor a bollos recién hechos que proviene de la panadería del barrio me hace detenerme en seco. No puedo evitarlo, entro y compro un croissant antes de subir a casa.
Me siento frente a una gran taza de leche humeante con el pijama limpio y el pelo seco. Casi no recordaba a qué sabían esos bollos caseros, recién hechos, todavía calientes. Cuando era una niña y me quedaba a dormir en casa de mi abuela, siempre me despertaba con un tazón de leche recién ordeñada y muchos pasteles calientes de la panadería que había debajo de su casa. Se sentaba a mi lado en el sofá y escuchaba lo que había hecho durante la semana mientras me acariciaba el pelo con sus manos arrugadas y frías pero muy suaves.
Un día, mis abuelos nos llevaron a mi prima y a mí al campo. Nos montamos todos en el coche pero como ese viejo trasto no tenía asientos traseros, me tocó ir detrás con nuestras dos perras: Lau y Zara. Lau era una perra vieja, tranquila y cariñosa y estaba acostumbrada a que los más pequeños le tirásemos del rabo y las orejas. Zara era todavía un cachorrito y se divertía mordisqueándome los pies y las manos con sus dientes afilados. Todavía recuerdo la sonrisa maliciosa de mi prima desde la parte delantera, sobre las rodillas de mi abuela, cuando Zara me hizo sangre al morderme el dedo pulgar de la mano derecha.
Llegamos al campo, mi abuela abrió la portezuela de atrás del coche y salimos las tres en estampida; las dos perras y yo. Corrimos entre los árboles, nos tiramos sobre la hierba y sólo paramos cuando mi abuelo nos llamó para enseñarnos las propiedades curativas de todas las malas hierbas que crecían a los lados del camino. Él siempre dijo que los médicos le matarían, que podía curarse cualquier enfermedad sólo con cataplasmas de arcilla e infusiones de todas esas hierbas salvajes. Pero puede que el cáncer de pulmón que acabó con él pocos años después fuera demasiado para esas pobres hierbas.
Después de una hora correteando ya teníamos las mejillas rojas por el esfuerzo. De repente, una nube negra tapó el sol y comenzó a descargar toda el agua del verano sobre nosotros. No había visto a mis abuelos correr tanto jamás, pero cuando llegamos al coche ya estábamos empapados. El viaje de vuelta no fue tan alegre. Hasta la pequeña Zara tenía menos ganas de mordisquearme el pie. Ya en casa, mi abuela nos cambió de ropa y nos secó el pelo con una toalla antes de ponernos un tazón enorme de leche caliente a cada una.
Mientras doy el último sorbo de mi bebida ya templada no dejo de pensar que nada es igual. Ni esa leche de supermercado, ni el olor a lluvia en mi pelo, ni siquiera el bollo recién hecho. Pero sobre todo, es mi abuela la que falta a mi lado en el sofá.

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